Fernando Mires – ELOGIO AL ERROR POLÍTICO

La política se hace día a día, su curso es vertiginoso. Está sometida, digámoslo así, a un plebiscito cotidiano, razón que obliga a reposicionar permanentemente los antagonismos y, por supuesto, a cometer errores. La política se conjuga en tiempo presente y los enemigos de ayer pueden ser los amigos de hoy, o viceversa, hecho que escandaliza a moralistas y puristas que conciben a la política como una práctica sacramental sujeta a una normatividad comparable a los dogmas de las religiones.
En uno de sus recientes artículos, Mibelis Acevedo, talentosa columnista de El Universal de Caracas, al referirse a la incapacidad de políticos e incluso pensadores políticos para reconocer sus errores, nos recordó el ejemplo de Michael Ignatieff quien en un ensayo publicado el 2007 tuvo la honestidad de afirmar que haber apoyado la decisión de G. W.Bush a la hora de invadir Irak, había sido un error de su parte. Nobleza doble la de Ignatieff, porque además de ser dirigente del Partido Liberal canadiense. es un reconocido filósofo político. Y en ambas actividades suelen cometerse, cada cierto tiempo, errores.
El de Ignatieff, un error explicable: la decisión de apoyar a Bush fue asumida por muchos demócratas sobre la base de una verdad que al final resultó ser una grosera mentira, a saber, la de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva. De ahí que cuando el general Colin W.Powell -a quien suponíamos portador de una integridad a toda prueba- reveló ante los medios haber sido obligado por G. W.Bush a mentir sobre ese tema, hubo quienes experimentaron un verdadero shock. Esa mentira había llevado a la muerte a miles de personas  (la mayoría no eran militares) a la destrucción de una de las infraestructuras urbanas más modernas del Oriente Medio y a convertir a todo Irak en centro de operaciones del ISIS.
El error de Ignatieff fue generado por el ocultamiento de la verdad por parte de un presidente. Como muchos errores, el suyo fue un producto de un-no-saber. Pero Ignatieff corrigió su error y al hacerlo rectificó su biografía. No fue el caso -para poner un ejemplo- de Tony Blair en Inglaterra, quien al no corregir a tiempo su error, fue alejado prematura y definitivamente de la política. El problema por lo tanto no reside en cometer errores sino en no saber, no querer o no poder corregirlos a tiempo. Hecho más grave todavía si se tiene en cuenta que el de Bush era un error basado en una mentira y la mentira lleva siempre a otra mentira del mismo modo como un error no reconocido lleva inevitablemente a otro error.
Un nuevo error lo cometió Obama en Siria cuando -tal vez para no repetir la barbaridad de Bush en Irak- no actuó con mayor decisión al apoyar a los rebeldes de la primera hora durante la llamada “primavera árabe”. El resultado es conocido: Los rebeldes sirios fueron sobrepasados por las tropas del ISIS que provenían de Irak, Rusia asumió la defensa de la tiranía de al-Asad y, bajo el pretexto de la guerra en contra del terrorismo, se apoderó de Siria concediendo a Irán un protectado sobre Irak gracias a la abulia de la Europa democrática, siempre incapaz de actuar de modo conjunto en los momentos más decisivos. Putin, sin embargo, no cometió ningún error. El resultado está a la vista. Trump al retirar sus tropas no tuvo otra alternativa que dejar a Siria en las manos de Putin.
Mibelis Acevedo sabe muy bien lo que dice cuando escribe sobre errores políticos. Vive en un país  donde hace años, una tan tenaz como fragmentada oposición ha venido enfrentado a un régimen cuyas características autoritarias y militaristas corresponden a lo que en otros textos he denominado “dictaduras del siglo XXl”, diferentes a las dictaduras patronales de raigambre decimonónico, a las comunistas europeas (y cubana) y a las de seguridad nacional del siglo XXl.
La de Venezuela pertenece a la familia politológica de regímenes como el ruso de Putin, el bielo-ruso de Lucashenko, el turco de Erdogan, el nicaragüense de Ortega, vale decir, regímenes que como los anteriores son militares, pero a la vez ejercen su dominación combinando elementos equivalentes a lo que los comunistas denominaban “democracia burguesa”. Sobre todo cuando cada cierto tiempo recurren a eventos electorales los que no vacilan en alterar si su sistema de dominación se encuentra amenazado. Un sistema, está de más decirlo, muy difícil de enfrentar. Por lo mismo induce a los opositores a cometer errores fatales que, como en el caso venezolano obligan cada cierto tiempo a comenzar de nuevo.
El llamado Carmonazo del 2002 que legitimó a Chávez, la Salida del 2014 que fortaleció a Maduro, el desvío insurrecional impuesto a las masivas movilizaciones del 2017, la abstención del 20-M-18 que destruyó a la MUD, todos esos y otros más, han sido grandes errores históricos. Errores que en las condiciones venezolanas deben ser considerados como previsibles. Pues en política errar es normal. No errar en cambio es anormal no solo porque el ser humano es por naturaleza errático sino porque la actividad política, como pocas, está sometida al principio de la más radical contingencia.
La política se hace día a día, su curso es vertiginoso, está sometida, digámoslo así, a un plebiscito cotidiano. Razón que obliga a reposicionar permanentemente los antagonismos y, por supuesto, a cometer errores. La política se conjuga en tiempo presente y los enemigos de ayer pueden ser los amigos de hoy, o viceversa, hecho que escandaliza a moralistas y puristas que conciben a la política como una práctica sacramental sujeta a una normatividad comparable a los dogmas de las religiones.
El político que no comete errores no ha sido inventado todavía. De lo que se trata entonces no es no cometer errores sino aprender de ellos. Algo que hacemos en la vida cotidiana, cuando por ejemplo entramos en callejones sin salida y nos vemos obligados a desandar caminos.
El error es base de toda rectificación y la rectificación, condición del pensar. Sin errores que corregir sería imposible pensar. Pero para corregirlos, necesitamos reconocerlos. “El error es fuente de verdad”- escribió en ese sentido Nietzsche-. Pero como casi siempre, el demente filósofo exageraba. La frase debería ser, “errando podemos acceder a algunas certezas”. Certezas sin las cuales viviríamos en la más profunda de las incertidumbres. ¿En la locura? Sí: El reconocimiento del error y su posterior rectificación son barandillas que nos sostienen en este mundo. Solo los muertos no se equivocan.
El ejercicio político obliga a improvisar, a tomar decisiones apresuradas de acuerdo a lógicas que solo son razonables en un lapso. Lo mismo sucede a los mal llamados analistas políticos. Escribimos a ras de suelo, en el mismo momento en que los acontecimientos aparecen. A veces el artículo escrito el jueves ha perdido su validez el día domingo. Sobre todo cuando ha aparecido un hecho que lo contradice. Nadie tiene bolas de cristal. Cuando más somos historiadores del instante, de hechos que todavía no han terminado de suceder. Y a diferencia de cuando escribimos un libro, al escribir un artículo no tememos equivocarnos. En el próximo artículo haremos las correcciones del caso. Los errores, quiero decir, forman parte de nuestro patrimonio. Incluso los necesitamos para continuar pensando, es decir, corrigiendo (es lo mismo) El articulismo – quizás es es su única similitud con la poesía – es un género literario errático.
¿De dónde proviene esa incapacidad de la mayoría de los políticos para reconocer errores y luego enmendarlos? Una respuesta aproximada nos ha sido dada indirectamente por el escritor político uruguayo Alejandro Lafluf. 
Alejandro Lafluf, autor del libro Las Alas Abiertas de América Latina, ha escrito en un reciente artículo (“La Grieta”) acerca de la hiperinflacion del concepto “poder”. La influencia del marxismo en las ciencias sociales y luego la positiva recepción de la filosofía de Michel Foucault han terminado, según su opinión, por convencer a amplios representantes de la cultura de que estamos sometidos en todo tiempo y lugar a relaciones de poder. Bajo la consigna todo es poder, hemos llegado a concebir la vida en su expresión más elemental: la lucha por el poder. El trabajo, las profesiones, la familia, la pareja, el amor, todo ha sido, según Lafluf, reducido a simples relaciones de poder. Y evidentemente, no es así. La vida es mucho más compleja y rica que una simple conflagración de poderes.
Naturalmente, la política es lucha por el poder. En ese punto no hay como contradecir a Max Weber o a Carl Schmitt. Pero eso no significa que todo lo que se hace en política está legitimado por la lucha por el poder. Si engañar, traicionar, mentir, son medios para acumular poder político, quiere decir que la política será reducida a su estado de proveniencia: la guerra, es decir, la no-política. No, no todo es poder ni no todo nos está permitido en nombre de la lucha por el poder.
La creencia relativa a que todo es poder es una de las razones que nos induce -y no solo en política- a no reconocer nuestros errores. Dominados por el fetichismo del poder imaginamos que el reconocimiento de un error es equivalente a una pérdida de poder frente a nuestros adversarios. Más grave todavía cuando terminamos por no reconocer errores en nosotros mismos, ante ese tribunal supremo que dictamina al interior de la conciencia de cada uno. ¿Cuántas veces culpamos de nuestros errores a los demás? Con el reconocimiento del error comienza la responsabilidad del ser frente al mundo.
Por supuesto, no se trata al reconocer errores de andar poniendo la mejilla a cada enemigo ni mucho menos negar la existencia de poderes antagónicos. El acento no está aquí puesto en el error sino en su rectificación, acto que nos a ayuda a entender donde están nuestros verdaderos enemigos y cual es su poder real y no imaginario a fin de enfrentarlos mejor. Por lo tanto insisto: para rectificar (pensar) necesitamos del error.
Yerro luego existo. Podría haberlo dicho Decartes, pero como no lo dijo, lo digo yo.