La crisis global
que afecta a Venezuela forma parte de las conversaciones cotidianas de los
venezolanos. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, hablan del drama que viven,
en el Metro, en las paradas de autobuses y busetas, en las colas de los
supermercados. En todos los espacios donde tienen oportunidad. Algunos
circuitos y emisoras radiales, se
convirtieron en altavoces de los
millones de venezolanos que padecen la hiperinflación en los alimentos, la
escases y los precios de vértigo de las medicinas, la pulverización de los
salarios, el deterioro de los servicios públicos y el empobrecimiento
generalizado. La ruina provocada por el
régimen ha sido ampliamente documentada
por distintas instituciones nacionales e investigadores particulares. The New York Times en español y otros
medios internacionales dedican amplios y detallados reportajes a examinar aspectos
particulares de la tragedia. La Academia de Ciencias Económicas elabora informes
trimestrales. El más reciente documento de Cáritas constituye un libelo con
denuncias inapelables acerca de la condición miserable de los venezolanos. El
ciudadano normal siente y habla del castigo que los académicos y los medios de
comunicación radiografían todos los días.
Ese cuadro -que ha provocado la
estampida más grande que se conozca de venezolanos hacia el exterior y afecta seriamente
a los países vecinos- no ha variado ni un milímetro, a pesar de las sanciones y
la enorme presión diplomática internacionales, y de las numerosas protestas
internas. Durante lo que va de 2018, el
Observatorio Venezolano de Conflictividad Social ha contabilizado más de 5.500
manifestaciones en todo el país. Cada día
registra los reclamos en las calles por algún producto que escasea, por un precio que resulta inaccesible o porque
falta la electricidad, el transporte colectivo, la recolección de la basura o
el agua.
Según algunos dirigentes políticos y analistas, el colapso
generalizado es inducido por Nicolás Maduro, quien lo estimula. Lo multiplica y
profundiza porque a medida que las penurias se ahondan, su poder se fortalece.
La gente pasa a depender cada vez más de las migajas que concede el gobierno a
través de los Clap, de los bonos que ocasionalmente reparte o de las distintas
misiones que operan. Al individuo aislado, debilitado y abatido resulta más
fácil someter. El gobierno luce invencible frente al ciudadano que lucha por
sobrevivir en un medio donde no hay posibilidades de emplearse, ganar un sueldo
suficiente para vivir con dignidad e independizarse. La descomposición
generalizada, entonces, seria producto de una siniestra conspiración
preconcebida para dominar a los venezolanos y convertirlos en esclavos de una
banda de facinerosos, cuya única meta consiste en mantenerse en el poder a toda
costa.
No tengo dudas de que, siguiendo las enseñanzas de sus maestros
cubanos y rusos, algo de esto resulta cierto. Tanta estulticia no puede ser
obra del azar. Los maduristas no quieren aprender ni siquiera de Evo Morales,
quien conserva la presidencia gracias a que su liderazgo caudillista, se levanta
sobre una sólida plataforma de éxitos económicos. Incluso los cubanos muestran
mejores resultados en educación, salud y seguridad pública. La destrucción
sistemática del país se debe a la telaraña ideológica en la que vive ese sector
de la izquierda militarista. A su atraso teórico. A su infinita ignorancia. Y,
desde luego, a su psicopatía. Son misántropos: figuras que por alguna razón
recóndita odian a la humanidad. Es el caso de Delcy Rodríguez, quien convirtió
sus deseos de venganza en la llama incandescente que la motoriza.
Sin embargo, el veneno que despiden esos seres sería menos letal si
el costo político de incurrir en tantos desaciertos fuera mayor. Si destruir la
nación, como están haciéndolo, les significara que podrían salir eyectados de
Miraflores, seguramente se cuidarían más. Serían más comedidos en sus acciones.
Reflexionarían antes de cometer las barbaridades y excesos que cometen.
Los responsables fundamentales de la demolición del país, no hay
duda, son Nicolás Maduro y sus colaboradores. Los militares constituyen una
pieza clave en ese entramado. Pero, sin la colaboración tácita, por omisión, de
la dirigencia opositora, esa labor de exterminio no podría llevarse a cabo. Habría
un contrapeso.
Nos corresponde tomar plena conciencia de que para detener esa
fuerza destructora que día tras día acaba con la democracia y con cada empleo, cada empresa, cada servicio
público, cada institución educativa u hospitalaria, hay que contar con una
dirección política que aparezca como opción de triunfo frente a la barbarie.
Mientras la dirigencia aparezca atomizada y confundida, el madurismo seguirá
devastando a la nación y no servirán de
nada ni la presión interna, ni la internacional.
Constituir esa dirección unitaria y esclarecida constituye una
responsabilidad exclusiva nuestra. A ningún agente externo se le puede atribuir
la culpa de que no exista.
@trinomarquezc