Fernando Mires – DESPUÉS DEL 15-O


Si leemos noticias acerca de otras elecciones en las cuales la oposición venezolana ha obtenido derrotas –no son pocas- veremos que en general se parecen demasiado a las que hoy inundan las redes comunicacionales. Amenazas, conversión de las misiones en centros de reclutamiento electoral, desfalcos en centros electorales, ocultamiento de cuadernos, dakazos (hoy formalizados en bolsitas claps), votos asistidos, irregularidades en el conteo, acarreo forzado de votantes, cambio de centros de votación y mucho más. Nadie va a descubrir recién hoy que la CNE es una institución mercenaria y tramposa.
Nadie tampoco va a pensar que alguna vez el chavo-madurismo va a actuar de modo limpio. Ni nadie puede pasar por alto el hecho de que estamos frente a uno de los sistemas clientelistas más sofisticados de los que se tiene noticia, uno al mismo nivel del ruso o del iraní. Nunca, en ninguna elección venezolana, la dictadura ha dado garantías ni nunca, en ningún país del mundo, una dictadura que no se encuentre al borde de su caída, las dará. Y, así y todo, la oposición venezolana ha logrado, en no pocas ocasiones, derrotar local y nacionalmente a la dictadura en las lides electorales.
Hay que aprender de las derrotas, no cabe duda; y todo el mundo lo repite. Pero también hay que aprender de las victorias, y eso no se ha hecho casi nunca.
Tomemos como referencia las elecciones del 6-D  y comparémoslas con las del 15-O. Naturalmente, la observación inmediata es que el 15-O el fraude fue colosal. Aceptado. Pero también hay que agregar que la derrota fue aún más colosal que el fraude. No aceptar esta última afirmación es esconder las cartas debajo de la manga. El fraude fue colosal pero no todo se explica por el fraude. Hay que indagar pues acerca de las razones endógenas que llevaron a la mega-derrota de la oposición.
Volvamos entonces nuevamente al 6-D del 2015. ¿Por qué el 6-D la oposición, a pesar de todas las trampas obtuvo un triunfo abrumador? Esa pregunta es clave y la respuesta no es difícil. Esas elecciones apuntaban a un objetivo muy definido: conquistar una parte del Estado para, desde ahí, crear un doble poder en contra de la otra parte, representada por el ejecutivo. Una AN en manos de la oposición democrática parecía anunciar el comienzo del fin de la dictadura. El pueblo democrático captando esa posibilidad, se volcó entero, con fuerza y entusiasmo, a obtener la victoria.
Dicho en breve: las elecciones del 6-D tenían un objetivo preciso y claramente definido. Por eso mismo fueron impulsadas con fuerza y decisión. Ese, lamentablemente, no fue el caso que se dio en las elecciones regionales del 15-O. En estas, el sentimiento general era que, después de las elecciones, aun si hubieran sido ganadas por la oposición, nada podía cambiar. El 6-D la gente concurrió a las urnas para ganar. El 15-D, en cambio, concurrió solo para no perder. Y así, no se puede ganar.
La AN fue concebida como un medio para poner fin, vía constitucional, a la dictadura. Fue esa la  razón por la cual –muy hábilmente, hay que reconocerlo– la dictadura inventó un TSJ destinado a blindar al ejecutivo de todo cuestionamiento que viniera de la asamblea. Se produjo así una contradicción fundamental: Asamblea o gobierno. A fin de dirimir esa contradicción, la oposición, como es sabido, barajó diversas alternativas constitucionales a favor de la destitución de Maduro, imponiéndose finalmente la del Revocatorio.
Las jornadas por el RR 16 revivieron momentos grandiosos de la lucha opositora. Sin embargo –visto en retrospectiva, había que esperarlo– la CNE cerró con candado la puerta revocatoria. Más aún, el gobierno procedió a clausurar la vía electoral posponiendo hacia fecha indeterminada las elecciones regionales pautadas para fines del 2016 y procediendo a eliminar a la AN sustituyéndola por el TSJ (función después traspasada a la fraudulenta constituyente de 2017.) En otras palabras, el régimen apeló a todos los recursos, incluyendo a los más ilegales, para enfrentar a la AN.
Justamente en defensa de la AN surgieron las grandes movilizaciones de masas en contra del gobierno, exigiendo la rehabilitación de la potestad parlamentaria, la libertad de los presos políticos, la apertura de un canal humanitario y, no por último, un cronograma electoral claramente definido. Así, presionado desde las calles, el ejecutivo decidió oponer al movimiento de masas, la fuerza militar. O lo que es lo mismo, intentó otorgar un carácter militar al enfrentamiento político. Y en gran medida, lo logró.
Las demostraciones ciudadanas, en sus orígenes festivas, plenas de imaginación y alegría, fueron transformadas por Maduro y Padrino López en campos de batallas en los cuales un ejército armado hasta los dientes disparaba a matar en contra de jóvenes indefensos.
En el curso de la radicalización no faltaron quienes abrigaban la esperanza de que, con el aumento de la presión callejera, las FANB terminarían dividiéndose, así como había ocurrido en regiones remotas como Ucrania o Egipto. Vanas esperanzas. Las jornadas iniciadas en abril demostraron que el ejército no solo es un brazo militar de la dictadura; es la dictadura. La dictadura es militar y el mismo Maduro no es más que una parte de su fachada civil. No de otra manera se explica por qué la imposición de la asamblea constituyente, una de las farsas más grotescas de la historia política, fue aceptada de inmediato por el Alto Mando como legítima  y constitucional.
Vista desde esa perspectiva, la derrota electoral del 15-O no fue sino la continuación de la derrota militar experimentada por la oposición en las calles. ¿Militar? Sí; para la dictadura lo fue. El movimiento de masas venezolano, uno de los más persistentes en la historia de las luchas políticas latinoamericanas, fue militarmente destrozado. El plebiscito opositor del 16-J fue su último gran acto. Testimonial y simbólico a la vez. Al final no quedaban sino pequeños grupos de muchachos dispuestos a inmolarse en las calles. Pero ese no podía ser el objetivo de la oposición. De este modo las calles comenzaron a enfriarse lentamente. No obstante, de pronto apareció un nuevo enemigo con el cual la dictadura no contaba: una creciente oposición internacional.
Fue la oposición internacional, formada por todos los países democráticos de América Latina, representados en la OEA bajo la conducción de Luis Almagro (sí, Almagro) la fuerza que obligó a Maduro a reabrir la brecha electoral. Las elecciones del 15-D no fueron, en consecuencia, ninguna concesión, ninguna dádiva del régimen. Fueron, si se quiere, una conquista del movimiento democrático, nacional e internacional. El hecho de que no haya sido vista así por gran parte de la oposición debe ser agregado a sus déficits políticos, entre ellos, el no haber sabido evaluar los logros por ella misma alcanzados. 
En otras palabras, la oposición no acudió a las elecciones con las banderas en alto, continuando la ruta constitucional por ella misma trazada desde sus propios orígenes. Fue más bien como pidiendo disculpas, reiterando que se trataba de un tablero en una lucha con muchos tableros, sin decir que las elecciones eran y son su único tablero, entre otras cosas porque las elecciones son parte de la Constitución e ir a las elecciones significaba ni más ni menos defender a esa Constitución frente a una asamblea constituyente radicalmente anti-constitucional.
Ir a las elecciones presupone para toda fuerza política, atravesar tres momentos. El primero, como ha sido dicho, es el de otorgar una direccionalidad a la ciudadanía; en el caso venezolano, decir claramente cuales son los objetivos a alcanzar, cono se hizo el 6-D y no se hizo el 15-O. El segundo tiene lugar el día de las elecciones, cuando es necesario implementar la logística electoral acumulada. El tercer momento es el de defender los votos, con actas electorales en la mano. De esos tres momentos, el primero es fundamental. Si no es llevado a cabo con mística y entusiasmo, los dos siguientes casi no cuentan. ¿Por qué falló la oposición en ese momento tan clave? En gran parte, por las aplastantes acciones del gobierno. Pero tampoco hay que olvidar que ese gobierno recibió, como regalo del cielo (o del infierno) un aliado inesperado: el abstencionismo opositor.
Hay que precisar: abstención no es abstencionismo. En toda elección hay abstención. El abstencionismo, en cambio, es la abstención políticamente organizada, dirigida específicamente en contra de partidos políticos que acuden a una elección. Ese abstencionismo militante ha existido siempre en Venezuela. Antes aún de Chávez. Pero nunca llegó a alcanzar el grado de organización y agresividad que lo caracterizó durante las semanas preliminares al 15-O.
Hay quienes argumentan que el abstencionismo proviene solo de una exigua minoría. Por cierto, así es. Pero su fuerza cualitativa es inmensamente superior a su fuerza cuantitativa. Sus activistas poseen medios, dineros, influencias. Hicieron del “no votar” una campaña en contra de toda la MUD, la que quedó encerrada entre dos fuegos: el del gobierno y el del abstencionismo. Crearon resentimientos, obligaron a los líderes y candidatos a concentrarse en discusiones inútiles y, sobre todo, desconcertaron e incluso desmovilizaron a muchos electores.
Una parte de los decididos a no votar, es cierto, optó por dar su voto pocos días antes de las elecciones. Pero eran electores apáticos, sin energía y sin capacidad comunicacional, tan decisiva cuando se trata de ganar a los amigos, a los vecinos, a los familiares. El daño que hicieron los abstencionistas a la oposición fue muy grande. No tienen perdón.
Hubo un mega-fraude y hubo una mega-derrota. Pero sobre todo hubo un gran retroceso histórico. ¿Cómo podrá salir la oposición de ahí? Ese es el problema que deberán afrontar sus dirigentes. En todo caso no lo podrán hacer con formulaciones como “hay que comenzar de nuevo” o “hay que reinventar a la MUD” y otras tonterías parecidas. Mucho menos pidiendo las cabezas de dirigentes comprometidos con el proceso electoral. No faltarán seguramente quienes darán por finiquitada la vía electoral (como si las vías se eligieran en un bazar) y podrán como condición que la dictadura disuelva a la CNE, imaginando que tienen regimientos detrás de sí para imponerlo. El problema es que toda alternativa que no pasa por la vía electoral no pasa por la Constitución, así como todo camino que no sea constitucional y electoral a la vez, pasa por un enfrentamiento con las FANB.
El régimen, entusiasmado, intentará adelantar las elecciones comunales y propinar a la oposición otra fuerte derrota, ya sea con votos, ya sea por abstención. Todo indica -aunque siempre hay que pensar que la historia es una caja de sorpresas – que lo conseguirá. Luego viene el fin de año. Y ya hacia el 2018, asoman en el horizonte las elecciones presidenciales. Poco tiempo falta.
Muy poco tiempo para que la oposición decida si en el futuro va a ser una mera oposición testimonial o una verdadera oposición política. Los abstencionistas, ya se sabe, optarán por la primera opción. El reto es asumir la segunda, aunque sea al precio de sufrir rupturas y divisiones. Pues en la política, como escribió una vez Michael Walzer, hay que dominar dos artes: el arte de separar y el arte de unir. Pero, como solo es posible unir lo que está separado –se agrega aquí- esa oposición estará obligada a trazar una línea entre los que están a su favor y los que están en su contra. No hay otra alternativa. El despelote del 15-O no puede ni debe volver a repetirse.