Fernando Mires - LA GUERRA A LA ALEGRÍA



Con ese humor siniestro del cual nunca he podido desligarme dije: “este es un lugar ideal para que los islamistas cometan uno de sus atentados”. “No digas esas cosas”– me respondió algo enojada mi esposa. Después de todo estábamos pasando un buen rato.
Habíamos ido de compras y antes de regresar a casa dimos un paseo por el Weihnachtsmarkt de la ciudad de Oldenburg. Siempre me ha gustado el mercado de Navidad. La forma, el lugar, el ambiente. El oscuro diciembre es plenamente iluminado bajo el cobijo de una catedral y en los pueblos más pequeños de una simple parroquia. Hay mucha historia antigua metida ahí.
Desde el siglo XV los campesinos elegían las vísperas de Navidad para mercadear. Allí concurren los habitantes de la ciudad con sus familias. Los niños felices a sus lugares de juego. Las infaltables ruedas giratorias, las calesitas iluminadas. Me sorprendió esta vez ver a niños turcos montados en los caballos de yeso, acompañados de sus madres, todas con pañuelo en la cabeza. Son de otra religión, pero agradecían el regalo que les daba la ciudad donde viven.
En los mercados de Navidad la gente cambia el gesto duro y severo que generalmente les acompaña y te saludan con una ancha sonrisa, aún sin conocerte. Desde las fábricas y oficinas concurren los grupos y ríen a coro, cerveza en mano o probando el vino caliente que tan bien viene en medio del frío. El Weihnachtsmarkt es definitivamente un lugar de alegría socialmente compartida. De alegría, entiéndase, no de felicidad. La felicidad es otra cosa.
La horrible noticia esperaba en la televisión de nuestra casa. En uno de los tantos mercados navideños de Berlín un camión había masacrado a los concurrentes. Hasta ahora, 15 muertos. Muchísimos heridos. Recordé entonces mi inoportuna frase cuando me referí al mercado de Navidad como un lugar ideal para un atentado islamista. ¿Por qué la dije? ¿Pensamiento pre-monitorio? En ningún caso. Yo no creo en esas cosas.
La frase fue el resultado de una inevitable asociación. Mientras probábamos unos diminutos y deliciosos panqueques holandeses se me vino a la cabeza un pasaje de un libro que escribí poco después del 11-S norteamericano titulado “El Islamismo”. En ese libro hay un capítulo dedicado a analizar a la personalidad de los asesinos que cometieron el 11.S.  Ahí me di cuenta  de que en cada acto criminal que ejecutan los terroristas islámicos, atacan al Occidente, pero no al Occidente externo, sino a ese Occidente interno que desean pero al mismo tiempo reprimen y niegan. La destrucción de los símbolos occidentales puede ser así vista como la proyección de la muerte de sus deseos prohibidos, entre otros, del deseo de la alegría. No es casualidad que los lugares elegidos por los terroristas islámicos para matar sean por lo general lugares de diversión: una discoteque, un supermercado, un hotel de veraneo. O un simple mercado navideño.
¿Cómo explicar ese deseo de matar a la alegría? No intentaré hacerlo en estas breves líneas. Aunque  no puedo dejar de recordar una explicación que una vez dio el papa Benedicto XVl. Con su reconocida precisión, dijo: “hay patologías de la política y hay patologías de la religión”.
Bajo las primeras Ratzinger se refería a las ideologías cuando en nombre de la razón se apoderan de las mentes de muchas personas, las programan y las inducen a cometer o ser parte de horrendos crímenes como el Holocausto y el Gulag. Bajo las segundas se refería a los crímenes cometidos en nombre de Dios.
Benedicto no hablaba solo del Islam. Ni tampoco solo del  pasado de la Iglesia Católica (Las Cruzadas, las ”quemas de brujas”, la Inquisición y otras gracias). También en el pasado reciente un Franco y un Pinochet hicieron erigir capillas en sus propias casas donde junto a sus muy devotas esposas rezaban, se confesaban y comulgaban todos las domingos para dar ordenes de matar en nombre de Dios durante el resto de los días de la semana.
Hoy estamos nuevamente en presencia de una profunda patología de la religión. Es la patología de los islamistas, la predican los maestros fundamentalistas y la llevan a la práctica con profesionalidad y maldad sus discípulos. Dentro y en nombre del Islam ha nacido -ya casi nadie lo puede negar- una cultura de la muerte. Su expresión más organizada es el ISIS.
El hecho de que los lugares escogidos sean lugares de diversión si bien forma parte de la guerra declarada por los ejércitos del ISIS al mundo occidental, debe ser entendido de acuerdo a categorías que van más allá de la lucha militar. Los ejecutores, en efecto, no asesinan a policías o a soldados, sino a gente común, incluyendo a creyentes del Islam. 
¿Cómo piensa un terrorista islamista? Con un poco de esfuerzo, tratemos de imaginar. Puede que se digan a sí mismos. ¿Qué derecho tienen esos infieles para pasarlo bien? ¿Por qué si nuestros territorios son invadidos y bombardeados hemos de respetar sus diversiones? Sí, nos gustaría divertirnos también; ir a una discoteca y reír y bailar, o a un mercado a conversar con nuestros amigos. Pero eso está prohibido a nosotros. Solo debemos hacer lo que nuestros grandes maestros nos indican: apagar el deseo de ser libres que nos acosa y matar a los demás. La alegría de ellos ofende nuestro eterno duelo.
En cada ser humano, lo sabemos bien desde Freud, anidan dos pulsiones: la de la vida y la de la muerte. En algunos la pulsión de la vida logra imponerse por sobre la de la muerte. En otros casos, no. Muchos, viviendo profundas depresiones, han aprendido a convivir con su propia muerte. Pero otros realizan la muerte a través de homicidios o simplemente de suicidios. En el caso de los terroristas no es raro que ejecuten los dos procedimientos. Primero matan y después se matan. La religión, concebida como una práctica destinada a elevar el espíritu hacia Dios se convierte en las manos de los terroristas en un ceremonial de la muerte.
Los mecanismos que llevan a la patología de la política no son muy diferentes. Suele suceder que así como las religiones son convertidas en ideologías, las ideologías son usadas como religiones. Y ambas patologías, las religiosas y las ideológicas, conviven en la Europa moderna.
Paralelamente a los terroristas religiosos cobran fuerza los grupos, partidos y hasta gobiernos neo-fascistas. Podría decirse que entre los asesinos religiosos y los asesinos ideológicos existe una relación inconsciente, o si se prefiere, una suerte de pacto no firmado. 
Después de los crímenes en el mercado de Navidad en Berlín están programadas las acciones que ejecutarán los neo-fascistas. Ya aparecen dibujos de Angela Merkel con las manos ensangrentadas. Muy pronto los albergues para refugiados comenzarán a ser incendiados. Matones con cabezas rapadas se aprestan a golpear en las calles a los primeros jóvenes musulmanes que se les aparezcan en el camino.
Son días de pre- Navidad. Yo nunca habría querido escribir estas líneas. Pero así son los tiempos que vivimos.
Son malos los tiempos que vivimos.