¡HASTA LA VICTORIA SIEMPRE, COMANDANTE HUBER MATOS!


En homenaje a la memoria del COMANDANTE HUBER MATOS, héroe en la lucha en contra de Batista, quien padeció 20 años de su vida en las cárceles de Fidel Castro, POLIS publica hoy (26 de Noviembre del 2016) un fragmento de su libro "Como llegó la noche"

Día 14 de diciembre de 1959.
Todas las noches, tarde, nos llevan de regreso al Castillo de El Morro, nos separan y me llevan directo al calabozo. Al día siguiente, al mediodía, nos traen al edificio en que se nos juzga.
Estamos ya en el cuarto día del juicio, en medio de su todavía poco definido curso. Los cargos contra mí han sido débiles y mal organizados, formulados por testigos intrascendentes que han venido al juicio presionados por los Castro o haciendo méritos con éstos. Prefiero ignorar los nombres de algunas de estas personas, mas no a Jorge Enrique Mendoza Reboredo y a Orestes Valera, quienes en la madrugada del 21 de octubre nos insultaron por la radio de Camagüey con los adjetivos de «traidores», «hijos de perra* y otras cosas por el estilo, provocándonos persistentemente para crear una situación de violencia en la ciudad, que proporcionara evidencia de subversión. Los dos sujetos canallescos han venido a repetir sus acusaciones.
Avanza la tarde. La sesión lleva varias horas de trabajo. Hay indicios de que Fidel se dispone a arribar a la sala del tribunal de un momento a otro. Instalan un micrófono para la red nacional de emisoras cubanas y se nota la presencia de algunos de sus escoltas. Las cosas han llegado a un punto delicado para el gobierno y es necesario que venga Fidel a impresionar. Entra con sus guardaespaldas, no mira para donde estoy y comienza una extensísima perorata de varias horas.
Con poses olímpicas, y sabiendo que nadie se atreverá a contradecirlo, cuenta la historia de mi actuación en el Ejército Rebelde, refrescando las disputas que tuvimos en la Sierra Maestra y presentándome como un hombre oportunista, irresponsable e ingrato. Luego trae a colación una serie de argumentaciones sobre la Revolución y afirma que “la nuestra no es una revolución comunista. En Rusia habrán hecho una revolución comunista. Nosotros estamos haciendo nuestra revolución y nuestra revolución es una revolución humanista, profunda y radical”.
Las mentiras que dice ante la audiencia que colma el salón del tribunal me hacen salirle al paso. Su cinismo deforma los hechos. Cuenta a su manera algunos de los problemas que tuvimos en la sierra y relata el episodio de la ametralladora que Duque tenía que devolverle y que él creyó que yo había tomado para la Columna 9, pero lo describe falseando la verdad, silenciando datos y palabras; va añadiendo o inventando a su conveniencia para suplantar la verdad y exhibirme como un hombre carente de principios e inclinado por mi propia naturaleza a la traición. Me enfrento a él y a sus mentiras. En un momento afirma con el mayor descaro:
— Huber Matos tuvo que retractarse.
A lo que respondo:
— ¿Y por qué no prueba eso que acaba de decir presentando mi carta de respuesta? Usted ha venido con unos cuantos papeles.
— No, esa carta no la traje, creo que se ha extraviado; no sé.
— Es de lamentar que no la haya traído para respaldar su afirmación; no la trajo porque evidenciaría mi condición de hombre honesto y de principios, todo lo contrario de lo que usted está diciendo.
Fidel se molesta con mis interrupciones y reclama al presidente del tribunal que se le respete el uso de la palabra. Pero no puede impedir que yo, durante su interminable diatriba, me ponga de pie una y otra vez y lo refute, pues más que la magnitud del castigo que me impongan, me interesa que quede clara la verdad.
En su argumentación, que transmiten al pueblo cubano por radio, insiste en presentarme como un individuo que se sumó a las fuerzas revolucionarias, donde todo le resultó muy fácil. Que soy más un aventurero que un hombre de formación ideológica. Argumenta que es una mentira infamante insinuar que la Revolución va hacia el comunismo. Le resta valor a mi posición mostrándome como un calumniador, como un sujeto que está dándole un rótulo de marxista a la Revolución, “cuando es cubanísima como las palmas”.
En el curso de su exposición, Fidel involuntariamente pone al trasluz la farsa que es este juicio. Llama de entre el público al comandante Félix Duque, quien ya ha prestado declaración, para que haga otra diferente.
Félix Duque fue segundo en la tropa mía y conoce bien lo sucedido en Camagüey, por haber estado allí un día antes de mi arresto. Su primer testimonio ante el tribunal corresponde a la verdad de los hechos; no encontró conspiración ni sedición. Fidel lo ha presionado para que lo cambie y lo presenta de nuevo en el juicio en forma totalmente arbitraria. Duque comienza con tantas mentiras que, sin hacer caso de los custodios, me paro y subo al estrado, voy hasta donde está Duque, le quito el micrófono. Quedo a pocos pasos de Fidel, que con un micrófono en la mano se queda sin habla. Afirmo al público que se falsea la verdad con el mayor descaro. Analizo una a una las mentiras de Duque, que me observa asustado. Es fácil poner en evidencia sus contradicciones. Fidel, sorprendido, reacciona con temor.
El tribunal, al alterar las reglas de procedimiento, permitiendo que Fidel haga subir a Félix Duque con esta nueva declaración, pierde por el momento el control del juicio. Apelo a los presentes para que entiendan que ésta es una patraña colosal en la que se quiere destruir a un hombre con el artificio de una acción legal viciada por la inmoralidad y por el abuso de poder. ¿No es Fidel Castro quien ha escogido el tribunal, me acusa como testigo y, además, se da el lujo de llamar a declarar a quien él quiere? ¿Cómo puede un testigo, en el mismo juicio, hacer dos declaraciones tan marcadamente opuestas? Algo inadmisible.
Siguen los testimonios arbitrarios e ilegales. Hasta Armando Hart, quien en los primeros meses de la Revolución en el poder me pidió que le ayudara a resolver su situación con los Castro, que le habían dado la espalda, viene de atrás del auditorio, donde están los tramoyistas. Habla ante el tribunal sin que nadie lo haya autorizado a prestar declaración. Me acusa sin ser testigo del caso. También, sin ser testigo, irrumpe en la sala el capitán Suárez Gayol, a decir necedades ante el tribunal. El juicio se vuelve un espectáculo de circo romano. Es el jefe del gobierno quien ha provocado este desorden.
Fidel retoma la palabra y habla hasta muy tarde de la noche. Le interrumpo más de cincuenta veces para poner las cosas en su lugar cada vez que dice una mentira o presenta un asunto de manera tergiversada o capciosa, con su acostumbrado cinismo. Está molesto; no me importa. Me importa la verdad a cualquier precio.
Con su séquito, Fidel abandona el salón. La oficialidad que conforma el público cree que la sesión ha terminado y que continuará al día siguiente. Los miembros del tribunal toman parte en el juego porque se retiran de la sala, dando también la impresión que la vista ha concluido y que continuará al día siguiente. No dicen nada y el público se va. El recinto queda prácticamente vacío. Permanecemos en él los acusados, los hombres de la seguridad militar que nos vigilan y nuestros familiares, que por lo general no se retiran hasta que nos llevan de regreso al Castillo de El Morro.
Después de unas dos horas, como a la una y media de la mañana, vuelve el tribunal. El juicio va a continuar. El ardid les sale bien a los Castro. Indudablemente la oportunidad de hablar antes de que se dicte la sentencia la voy a tener ante un salón desierto. Expondré mi defensa una vez que el fiscal termine con su exposición, que resumirá con la petición de la pena de muerte.
El fiscal habla durante dos horas alargando de forma deliberada su exposición. Una forma más de irnos agotando física y psíquicamente. Estamos sentados desde las doce del mediodía de ayer y hemos pasado más de catorce horas continuas y agobiadoras, que en el banquillo de los acusados son unas cuantas.
Hace uso de la palabra mi abogado. Con precisión de jurista experimentado emplea menos de una hora en reducir a nada la pomposa retórica del fiscal Serguera. Analiza los cargos y deja al descubierto su inconsistencia y la carencia total de fundamentación.
— El tribunal puede pensar lo que quiera. Lo cierto es que no se ha podido demostrar ninguna de las dos acusaciones, ni traición ni sedición. Mucha hojarasca retórica y ninguna prueba concreta, ¡ninguna!
Termina diciendo:
— En el curso de este juicio se ha hecho evidente que mi defendido es inocente. Solicito del tribunal el veredicto absolutorio que en justicia le corresponde.
Hablan a continuación los otros dos abogados que tienen a su cargo la defensa de mis compañeros de causa. Uno de ellos es oficial de las fuerzas armadas y actúa como abogado de oficio. Contrario a lo que pensábamos, hace un papel brillante y corajudo, enfrentándose al fiscal con argumentos irrebatibles y entera valentía. Nos impresiona su valor, y comentamos: «Inevitablemente lo despiden, y suerte si no lo meten preso». A las cinco de la mañana, el presidente del tribunal dice que se va a dictar sentencia y pregunta si alguno de los acusados tiene algo que decir.
A las cinco de la mañana, el presidente del tribunal dice que se va a dictar sentencia y pregunta si alguno de los acusados tiene algo que decir.
Tengo mucho que decir. Dirijo una mirada a mis familiares, cuyos rostros expresan claramente su cansancio, aunque en ellos hay una admirable entereza. Reconstruyo los hechos tratando de ser lo más fiel posible a la realidad. Uno a uno desmenuzo los cargos que se me imputan, con autenticidad y respeto a la verdad.
Puntualizo las conclusiones:
— No hay traición. He sido y soy fiel a mi patria. He servido lealmente a la Revolución y es mi lealtad a la Revolución y el amor a mi patria lo que me llevan a reclamar, persuasivamente primero, y por último con mi renuncia, que no se suplante el programa democrático y humanista de la Revolución.
No hay sedición, pues no se ha hecho ningún planteamiento para subvertir el orden, ni existe un propósito ni un hecho para crear violencia. La provocación a la violencia vino de la parte oficial, de manera muy notoria. Además, este juicio es ilegal porque Fidel Castro, en su función de primer ministro y comandante en jefe, tiene de su parte al tribunal y concurre como testigo acusador. ¿Qué tipo de justicia es ésta? Hay algo más que señalar como violación flagrante que invalida este proceso judicial desde su inicio. Cinco días después de mi arresto y encontrándome incomunicado en un miserable calabozo, Fidel Castro, usando su autoridad de gobernante y su enorme influencia, me hizo condenar a muerte en un acto público, en el que cientos de miles de cubanos, a instancias suyas, levantaron el brazo aprobando mi fusilamiento sin tomar en cuenta mi derecho a ser escuchado. Este juicio es una farsa inmoral desde el comienzo y deploro que mis compañeros de armas que integran el tribunal se vean comprometidos en el desempeño de una función que no conlleva ni orgullo ni honra.
Acabo señalando lo que ya había reiterado en mis declaraciones previas: si es necesario entregar mi vida para que se concreten en hechos todas esas cosas hermosas que la Revolución ha prometido, estoy dispuesto a darla en bien de mi patria y de mi pueblo. «Estoy convencido de que en el sacrificio de los hombres está el camino que conduce a los pueblos a la victoria.»
El teniente Dionisio Suárez habla en representación de mis compañeros y lo hace muy bien, con nitidez y elocuencia.
Termina la sesión a las siete de la mañana, sin que se dicte la sentencia. Nos sacan del edificio y cuando vamos a tomar los vehículos que nos llevarán al Castillo de El Morro, una claque de diez o más militares grita: «¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!»… Un estribillo trágico que repiten y repiten para romperle los nervios a los acusados. Otra agresión de las tantas que han puesto en función los hermanos Castro.
A estas alturas poco me importan el rencor o las pasiones personales. Soy un hombre en el momento más crucial de su existencia. Paso frente a ese grupo hostil y los miro con total indiferencia. Los que no claudican han de estar siempre preparados para pagar el precio que las circunstancias demanden.
Nos llevan de regreso a El Morro. Llegamos como a las nueve de la mañana. Hemos pasado veinte horas ante el tribunal y necesitamos reponemos un poco para regresar esta tarde y escuchar la sentencia.
Todo lo que tenía que decir está dicho. He analizado previamente la perspectiva del fusilamiento y me siento preparado para esa eventualidad, aun cuando estoy consciente de que hemos ganado el juicio. Aunque sé que esto no significa mucho.
Día 15 de diciembre de 1959.
A las cuatro de la tarde nos regresan al tribunal. En los momentos previos a esta última sesión hablo con mi esposa, que se acerca tan llena de dolor como de secreta esperanza. Ella presenció, en horas de la mañana, aquel insistente: “¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!…”, que un pequeño grupo profirió ante las puertas del edificio donde nos encontrábamos. Eso la quebró un poco, pero ha tenido la capacidad de reponerse.
— Huber, te van a fusilar porque te has portado como el hombre íntegro que eres.
— Sí, quieren fusilarme, pero Fidel debe de tener sus dudas. Acuérdate de que detrás de toda su pantalla es un cobarde, y las cosas no le han salido como esperaba. Sé lo que está pensando. Sabe que hay mucha gente en el ejército que me apoya y, si me fusila, alguno puede tratar de cobrárselo. Él le tiene horror a un atentado; es su obsesión.
— Pero él no puede perdonar que lo hayas descalificado delante de todo el ejército; Raúl estaba fuera de sí. Tú sabes que si te condenan a muerte ésta será la última vez que nos veremos, de aquí te llevarán directo al paredón.
— Lo sé, tú y yo hemos estado juntos en todo esto, me has respaldado siempre. Lo más importante son nuestros hijos y tú los podrás sacar adelante. Allá, yo te seguiré queriendo y después de esta vida nos volveremos a ver. Te esperaré.
Pendemos de un hilo sobre el abismo. Minutos después abren la sesión en la que se dictará sentencia. Los Castro, poseídos por una pasión enfermiza, quieren verme caer ante el pelotón de fusilamiento y terminar para siempre conmigo.
— Pónganse de pie los acusados, el tribunal va a dictar sentencia.
Escucho estas palabras y me levanto del banquillo. Por mi mente pasa la idea de que cuando enfrente el pelotón de fusilamiento les voy a dar a mis enemigos un último ejemplo de lealtad a mis convicciones.
— Huber Matos: veinte años de cárcel.
En este momento, cuando sé cuál es mi condena, siento la inefable sensación del individuo que cree en su muerte inmediata y se entera de que seguirá viviendo. Esto, indudablemente, es bien recibido por la naturaleza humana, que en todos los casos quiere sobrevivir. Intercambio miradas de comprensión y solidaridad con mis compañeros de causa. Atravieso por un sinfín de estados emocionales, imaginándome a la vez la alegría que cubre interiormente a los míos. Vuelvo mi rostro hacia mi esposa, mi padre y mi hijo. Nos miramos, reconociendo en nuestras pupilas un brillo que señala una inesperada puerta al futuro, aun en la condición de prisionero por largos años en que me encontraré a partir de ahora.
Se leen a continuación las demás sentencias:
— Capitanes Miguel Ruiz Maceira, Rosendo Lugo y Roberto Cruz, siete años; capitanes José López Legón y Napoleón Béquer, tres años; tenientes Edgardo Bonet Rosell, José Martí Ballester, Vicente Rodríguez Camejo, Alberto Covas Álvarez, Miguel Crespo García, Rodosbaldo Llauradó Ramos, Elvio Rivera Limonta, Jesús Torres Calunga, José Pérez Alamo, Willian Lobaina Galdós, Carlos Álvarez Ramírez, Dionisio Suárez Esquivel, Manuel Esquivel Ramos, Manuel Nieto y Nieto, Mario Santana Basulto y capitán Raúl Barandela, dos años.
Junto con la condena, se ordena que me degraden. Tienen que arrancarme los grados deshonrosamente ahora. Ninguno de los oficiales aquí presentes, ni Fidel ni Raúl, se atreverían a hacerlo. Seguiré siendo exactamente lo que soy Ningún tribunal del mundo, por mezquino que sea, podrá despojarme del grado que he ganado luchando por la libertad de mi pueblo.
Regresamos al Castillo de El Morro con nuestras familias siguiéndonos en otros vehículos. Muchos nos esperan en la puerta de la prisión. Hay abrazos, besos, efusiones propias del momento. Los míos desbordan de alegría. Caminamos de un lado a otro fuera de la prisión, saludándonos y comentando lo sucedido. Podría intentar escaparme, aprovechando la algarabía y confusión del momento, pero no puedo abandonar a mis compañeros, ni tampoco permitir que el alerta que he dado al pueblo cubano se diluya en una fuga, que el régimen manipularía publicitariamente a su favor. Mi prisión será una condena para la dictadura.