Fernando Mires – ACONTECIMIENTOS, PROCESOS Y PERIODOS



Acontecimientos, procesos, periodos. Son tres fases en la dura faena del historiador. Los acontecimientos suceden minuto a minuto. El historiador ha de detectar cuales poseen una dimensión histórica y merecen ser inscritos en un libro de historia.
Los procesos son cadenas de acontecimientos. Existen cuando el historiador determina que entre uno y otro hay una relación, sea esta de causalidad, de similitud o de parentesco. El periodo termina y comienza allí donde no es posible establecer ninguna relación. En los tres casos, el sujeto es el historiador. Y es claro: después de la invención de la escritura han desaparecido las diferencias entre la historiografía y la historia.
Las historias, por lo menos en los tiempos modernos son y serán historias escritas. El historiador somete a juicio público sus escritos los que serán discutidos por otros historiadores. Para poner un ejemplo: se afirma que el capitalismo surgió en el siglo Xlll (Ferdinand Braudel) o en el siglo XlV (Werner Sombart) o que todavía no ha surgido, como a veces imagino. Esa discusión continúa en nuestros días, y parece no tener fin.
En esas cosas pensaba mientras escuchaba decir a los comentaristas políticos que el triunfo electoral obtenido por Donald Trump, al haber tenido un gran impacto y dejado a media humanidad en estado de schock, es un acontecimiento histórico de enormes dimensiones. Todo indica que así es y será. Pero la pregunta que de inmediato sobreviene es: ¿ese es un hecho histórico aislado o es parte de un proceso en un determinado periodo?
Que ese acontecimiento tiene relaciones de identidad con otros ocurridos recientemente, parece no haber duda. Establecer vínculos entre el Brexit, el triunfo de Trump y el lento pero seguro ascenso al poder de Marine Le Pen, no es un despropósito. Aún más: desde el punto de vista historiográfico, es perfectamente lógico
En los tres acontecimientos nombrados encontramos rápidas conexiones: expresan descontentos en contra de las llamadas elites políticas, cuentan con amplio apoyo entre los sectores medios de las respectivas naciones y elevan la xenofobia, en algunos casos la homofobia, a un nivel no alcanzado desde la era de los fascismos europeos.
Parece que estamos entonces frente a un nuevo proceso histórico. ¿Estamos también frente a un nuevo periodo? Si seguimos la línea historiográfica trazada por Claude Lefort (L’invention démocratique) para quien la Independencia de los EE UU abrió los cauces para una  revolución democrática que no ha llegado a su fin (o que no tiene fin), acontecimientos como los señalados parecen inaugurar un nuevo periodo. Los historiadores competirán cuando llegue el momento de ponerle nombre. Unos dirán, periodo neo-fascista; otros, periodo de la contrarrevolución antidemocrática. Los menos ingeniosos lo llamarán periodo populista, y así sucesivamente.
Como sea, lo cierto es que vivimos un tiempo en el cual se ciernen serias amenazas en contra del orden democrático. En cierto modo estamos asistiendo a un periodo marcado por una revuelta en contra de algunos principios básicos que dieron origen a la democracia liberal, vale decir, a la democracia tal como es o llegó a ser.
Las democracias modernas afrontan un nuevo desafío: el aparecimiento de gobiernos no democráticos que se sirven de las técnicas políticas heredadas de las luchas democráticas, en particular del sistema de elecciones libres y secretas pero puesto en función de objetivos no democráticos.
El fenómeno por cierto no es nuevo. El nazismo también se convirtió en poder apelando a  normas y formas democráticas. Pero ese fue solo un acontecimiento. En cambio hoy estamos frente a un proceso de des-democratización, es decir, frente a una simultaneidad de hechos equivalentes.
Como suele suceder, el fenómeno comenzó en las periferias del occidente político. Tanto Putin en Rusia como Maduro en Venezuela o Erdogan en Turquía pertenecen a esa periferia. Luego comenzó  a hacerse presente en el Este de Europa, sobre todo en los gobiernos ultramontanos de Orban en Hungría y Caczynski en Polonia. Ahora, y quizás este es el hecho más peligroso, ya ha alcanzado al corazón de la democracia occidental: la Inglaterra de la Carta Magna, los EE UU de la declaración de los Derechos Humanos y la Francia del Código Napoleónico. Justamente los tres pilares sobre los cuales se sostiene el occidente político.
Sin embargo, el objetivo de las nuevas agresiones a la democracia, a diferencia de las ofensivas fascistas y comunistas, no parece ser liquidar totalmente a las democracias. Las fachadas, en cualquier caso, deberán ser conservadas. Pero detrás de la fachada electoral serán introducidos diferentes elementos no democráticos
Decir que una democracia no solo debe ser de origen sino, además, de ejercicio, es una verdad plenamente constatada. El concepto democracia, aún conservando su basamento griego (elección popular) ha adquirido en el curso de su historia, otros componentes. 
Democracia define hoy en día a una forma de gobierno que si bien es el producto de elecciones libres, agrega a su composición, la independencia de los tres poderes del Estado, las libertades de movimiento, de pensamiento y de palabra escrita u oral y, sobre todo, la adhesión a la Declaración de los Derechos Humanos, originada en la revolución norteamericana de 1776  y refrendada en la revolución francesa de 1789. Este último punto es quizás el más decisivo. Para decirlo con Michael Ignatieff (Human Rights) los derechos humanos son, o han llegado a ser, la ideología del occidente político.
Por supuesto, nadie en sus cabales podría afirmar que el Brexit, la trumpmanía o el eventual gobierno del Frente Nacional, van a liquidar la norma constitucional como sucedió durante el fascismo europeo o como sucede hoy en Rusia, Turquía y Venezuela. Pero tampoco es posible negar que en el Reino Unido, los EE UU y Francia, hay intentos para introducir elementos ajenos al que había llegado a ser el standard democrático occidental. Particularmente en materias que tienen que ver con el respeto a la dignidad humana, la solidaridad social y sobre todo, si no con la letra, al menos con el espíritu de la declaración de los derechos humanos.
No se trata, reiteramos, de un renacimiento del fascismo del siglo XX. Se trata de un proceso que busca reducir derechos democráticos en aras de una democracia limitada, restringida e incluso, atravesada por líneas no democráticas.
Decir que Trump es un fascista puede servir para un desahogo emocional. Y aunque si de verdad lo fuera, comparar a los EE UU del siglo XXl con la Alemania nazi, es una estupidez. Trump, nos guste o no, es el legítimo presidente de los EE UU.
¿Qué Trump no es muy democrático? Es evidente. Pero las instituciones y las constitución de su país han probado ser mucho más inteligentes que sus gobernantes. Si la democracia norteamericana ha resistido a tantos malos presidentes no hay razón para que no pueda con Trump.
Podría incluso pensarse que desde un punto de vista macro-histórico los antidemócratas cumplen objetivamente un papel: alertar a los demócratas de que no pueden darse por vencedores, de que la democracia no es un regalo del cielo, de que es todavía una luz débil a la que hay que cuidar para que no se apague.
Ha llegado el fin de la era de la complacencia. Ha llegado la hora de defender las conquistas democráticas de nuestro tiempo. Sobre ese tema escribiré un próximo artículo.