Fernando Mires – EL PUEBLO POLÍTICO








Texto publicado originariamente el 22.08. 2016 bajo el título: "Destituir y Constituir: El concepto de pueblo en la Política". Hoy publicado de nuevo, con algunas leves correcciones

¿CUÁNDO UN PUEBLO SE HACE PUEBLO?

Una de las dificultades para entender a un pueblo como algo “no hecho” sino como algo que “se hace” reside en la identificación, las más de las veces retórica, entre pueblo y nación. Más grande es la dificultad si se toma en cuenta que desde el punto de vista de la nación el pueblo está formado por todos los con-nacionales y en su expresión jurídica estatal, por todos los con-ciudadanos. Luego, si la nación es indivisible, el pueblo también lo sería.
Ese criterio de pueblo-nación no puede, sin embargo, ser asumido por ninguna teoría política moderna. La razón es que la política actúa siempre sobre un campo divisible poblado de conflictos y antagonismos. Sin divisibilidad no hay política. Por lo mismo, el pueblo en política es, y debe ser –a diferencia del pueblo-nación- un pueblo dividido. Usando un ejemplo extremo se puede decir que el pueblo de los fascistas no puede ser el mismo que el pueblo de los demócratas, ni al revés tampoco.
En términos no políticos, el pueblo político al ser confundido con los conceptos de nacionalidad, ciudadanía, etnia e incluso raza, opera en el imaginario colectivo como un pueblo fundador, es decir, como un pueblo histórico. En cambio, desde la perspectiva del pensamiento político, el pueblo histórico no existe como tal y en su lugar aparece un pueblo en su historia, historia que al ser historia va mutando de modo incesante. Podríamos decir, por lo tanto, que el pueblo no-político es un pueblo estático y el pueblo político es un pueblo activo, en constante transformación. En breve: “un pueblo que se hace pueblo”.
La noción de un pueblo que se hace puede ser ejemplificada a partir de un estudio realizado por Sigmund Freud relativo al momento de fundación del pueblo judío durante el largo periodo del Éxodo. En los tres ensayos contenidos en su última obra “Moisés y la religión monoteísta” (1934-1938) – dejando de lado especulaciones relativas a la nacionalidad de Moisés, según Freud un noble egipcio peteneciente a la corte del faraón monoteísta Akenaton, derrocado por el “partido politeísta”– la idea freudiana es que no fue el pueblo judío el que realizó el “éxodo” sino el “éxodo” hizo posible al pueblo judío. Tesis que encuentra ciertos fundamentos en la propia narración bíblica. Pues a través del largo viaje, los emigrantes pre-judíos fueron creando reglamentos (mandamientos), estructuras, jerarquías e instituciones que le permitieron constituirse como pueblo antes de ser nación.
En cierto sentido –eso no lo dice Freud pero es deducible de sus sugestivos ensayos- antes de que el pueblo judío fuera un pueblo religioso fue un pueblo político y como tal fue constituido a partir de múltiples y violentas luchas de poder las que adquirían –no podía ser de otro modo- un formato religioso (idolatría vs. monoteísmo, por ejemplo). El concepto de pueblo religioso es, por lo tanto, una variante del concepto de pueblo histórico (o pueblo fundacional).
Benedicto XVl, como es sabido, propuso, en analogía al pueblo judío, hablar del “pueblo cristiano”. Pero en cualquiera de los dos casos el pueblo religioso no puede ser un pueblo político. La razón es obvia: en un pueblo político caben los miembros de todas las religiones y confesiones habidas y por haber.
Un pueblo histórico y/o religioso pudo haber sido en sus orígenes un pueblo político. Pero desde el momento en que “pasa a la historia”, deja de ser político. El pueblo político es, en cambio, un pueblo “haciendo su historia”. Eso no quiere decir que en política no exista cierta recurrencia a la noción de pueblo histórico (fundacional), pero solo con el objetivo de reafirmar la existencia de un pueblo político.
Ahora, en la teoría política moderna –esencialmente contractual- el concepto de pueblo opera como una premisa ficticia o principio regulativo cuya función es dar sentido al acto constituyente originario (Hans Kelsen, Teoría general del Derecho y el Estado) Un ejemplo: la Constitución de los EE UU en su preámbulo 1787 dice: Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos.

EL PUEBLO CONSTITUYE Y DESTITUYE

Evidentemente, la Constitución norteamericana no fue dictada por el pueblo pero se sustenta sobre el principio que da sentido al acto constituyente en donde el pueblo actúa (de modo ficticio) como agente fundador. Siguiendo a Kelsen y en cierto modo a la idea del velo de la ignorancia de John Rawls (Teoría de la Justicia), las premisas constitucionales, si bien siendo ficticias o imaginarias, cumplen el papel de regular el sentido mismo de la Constitución. Así puede ser posible que el pueblo “de carne y hueso” no actúe como agencia fundadora de un pueblo, pero sí es introducido en una Constitución como agente fundacional, el pueblo “de carne y hueso” puede ser activado en cualquier momento.
Para seguir con el ejemplo norteamericano, sabemos que en la Declaración de Independencia de 1776 fue establecido que “todos los hombres han sido creados iguales” pese a que no todos los hombres –sobre todo los esclavos negros- eran iguales en la recién fundada nación. Pero dicha frase confirió posteriormente al partido anti-esclavista del norte una vía constitucional sobre la cual hizo transitar sus demandas. Por esa misma razón, cuando Obama fue elegido presidente, el principio de la igualdad ante la ley, plenamente activado, dejó de ser una ficción y se convirtió en realidad. Así sucede con el principio del pueblo como agente constitucional. Dicho principio regulativo aplicado sin el pueblo puede ser usado a posteriori por el pueblo el que a la vez se convierte en pueblo en defensa de ese mismo principio.
El pueblo es quien constituye. Esa fue la definición del jurista Carl Schmitt en su libro Teoría de la Constitución (1928) En palabras breves, el pueblo es político, según Schmitt, cuando asume su plena soberanía.
La noción del pueblo soberano –básicamente contractual- asumida por Schmitt en 1928 contrasta, sin embargo, con la expresada de modo radicalmente taxativo en su libro Teología Política publicado en 1922. La premisa de Schmitt en ese texto era: Soberano es quien decide sobre el estado de excepción.
Según esa primera acepción, el muy hobbesiano Schmitt entiende a la soberanía como una atribución derivada del uso de la fuerza. Schmitt, efectivamente, no confería en 1922 importancia a la diferencia entre dominación militar y hegemonía política. Tampoco al concepto de mayoría, tan decisivo para Hannah Arendt en la génesis del poder político (Violencia y Poder). Para el Schmitt de 1922 la soberanía se deduce simplemente del poder y el poder de la violencia. Esa fue la razón por la cual los teóricos políticos dedicados a dar fundamento ideológico a regímenes dictatoriales han abrazado con entusiasmo la tesis schmittiana de 1922 desconociendo la de 1928. No podemos olvidar por ejemplo que Jaime Guzmán. el filósofo político de la dictadura de Pinochet, seguía a pies juntillas las tesis formuladas por Schmitt en sus libros Teología Política y La Dictadura desconociendo por completo la tesis del pueblo como soberano expuestas por el mismo Schmitt en 1928.
Por cierto, Schmitt, a diferencia de Arendt, nunca fue un demócrata. Cuando en 1928 acepta la tesis de que el pueblo es quien constituye reconoce simplemente que el pueblo puede ser poder constituyente pero a la vez no niega la posibilidad de que ese poder también pueda derivar del principio monárquico el que bajo la categoría Führerprinzip (principio del líder) puso Schmitt al servicio de la Constitución nacional-socialista de 1933. No obstante, como el principio monárquico no puede ser traspasable a ningún principio civil pues el poder del monarca proviene teóricamente de Dios, la vinculación establecida por Schmitt fue la de líder y pueblo entendiendo al pueblo como una proyección “hacia abajo” del soberano constituyente representado en el Führer (Hitler).

YO SOY EL PUEBLO

El dictador, de acuerdo al Führerprinzip se arroga no un poder divino pero sí el poder del pueblo. Él es el pueblo. Nos explicamos entonces por qué Napoleón declaró en un discurso Yo soy el poder constituyente. Frase dicha en contraposición a la de El Estado soy yo formulada por Luis XlV. En otras palabras lo que Napoleón dijo fue: Yo soy el pueblo. De más está decir que ese principio, el napoleónico, ha hecho escuela entre los filósofos de las dictaduras desde el español Donoso Cortés, el alemán Carl Schmitt, hasta llegar en América Latina a ser representado en personas como el dominicano Joaquín Balaguer, el chileno Jaime Guzmán y el argentino Norberto Ceresole.
El pueblo, para los filósofos de las dictaduras es una prolongación de la persona del dictador. El dictador en lugar de ser representante del pueblo convierte al pueblo en representación de la voluntad general (Rousseau) encarnada en el Partido, en el Máximo Líder, en el Caudillo. Ahí reside la índole populista de la mayoría de las modernas dictaduras. Sean los comunistas, sean los actuales autócratas eurasiáticos (Putin y Erdogan), sean los neo- autócratas latinoamericanos (Ortega, Maduro), todos reclaman para sí la representación absoluta y total del pueblo.
No obstante, si aceptamos la premisa del Schmitt de 1928 –no hay razones para no hacerlo– el pueblo, en tanto poder constituyente, puede ser, por lo mismo, poder destituyente. Más todavía si consideramos que todo acto constituyente supone un previo acto destituyente. Así, el pueblo, al ser el agente que convoca, es también el que revoca.
Llevemos ahora la tesis del Schmitt de 1928 hasta sus últimas consecuencias. Si el pueblo constituyente es destituyente, el pueblo cuando destituye no puede ser un principio regulador ni ficticio ni imaginario como en muchos casos es el pueblo constituyente. Para destituir debe ser en primera línea un pueblo “de carne y hueso” pues un pueblo como principio regulador no puede destituir a nadie. En otras palabras, nunca un pueblo es más pueblo que durante el acto de la destitución. A través de ese acto, la letra se hace cuerpo, el espíritu se hace realidad y el pueblo se hace pueblo. La soberanía tácita del pueblo se convierte en soberanía manifiesta durante el acto de destitución o revocación. Más todavía: un pueblo que no puede destituir tampoco puede -en términos reales y no ficticios- constituir.
No en el poder constituyente sino en el destituyente se expresa -repetimos- la noción de la soberanía popular. El acto destituyente puede ser llevado a cabo mediante el simple proceso electoral o de acuerdo a normas constitucionales. Pero si ese acto es negado serán abiertas las compuertas para activar el derecho natural a la desobediencia y a la rebelión.
No antes del acto destituyente sino durante, el pueblo actúa como instancia política plenamente soberana. Por lo mismo, si deja de actuar como soberano activo (constituyendo, destituyendo, eligiendo) el pueblo vuelve a su condición pasiva y se convierte en pueblo histórico o simbólico, en pueblo demográfico o población, en pueblo jurídico (ciudadanía) e incluso en “masa” cuando el lugar del soberano es usurpado por otro agente político (monarquía, dictadura, líder máximo).

EL PRINCIPIO FUENTEOVEJUNA
Tal vez una de los mejores documentaciones que muestran como la soberanía destituyente se hace presente en un pueblo lo encontramos en la era pre-política de España documentado en la legendaria obra de teatro escrita por Lope de Vega: Fuenteovejuna (1612).
El tiranicidio cometido en la persona del Comendador de Calatrava fue asumido por el pueblo de Fuenteovejuna en su conjunto. Nadie delató, aún bajo tortura, al ejecutor. El pueblo se hizo pueblo a través de la solidaridad colectiva, esto es, a partir de la formación de un “nosotros constitutivo” aparecido como consecuencia de la negación física a la tiranía.
- ¿Quién mató al Comendador?
- Fuenteovejuna, Señor
- Quién es Fuenteovejuna?
- Todo el pueblo a una.
La negación a la tiranía aparece en Fuenteovejuna a través de un tiranicidio así como después en Francia apareció a través de un regicidio. En ambos casos la soberanía del pueblo se expresa en el acto pre-político de la negación física del representante del poder. No obstante, en la era política –se supone, es la que vivimos- la negación de la tiranía no pasa necesariamente por la eliminación física del tirano sino por su simple destitución.
En las repúblicas parlamentarias basta la simple mayoría en el parlamento para que un mandatario legal y legítimo cese en sus funciones. En algunos regímenes presidencialistas los mandatarios pueden cesar cuando dos poderes del Estado, el judicial y el parlamentario, se unen en contra del ejecutivo o simplemente cuando son puestos en práctica los dispositivos revocatorios inscritos en la misma Constitución.
Cuando no existe separación de poderes y a la vez son cerradas las posibilidades revocatorias inscritas en la constitución, solo quedaría el camino de la destitución mediante la recurrencia al derecho natural a la rebelión. Así ocurrió en 1989-1990 en las llamadas “democracias populares” dependientes de la URSS. En la mayoría de ellas la Nomenclatura fue destituida mediante la acción de masivas rebeliones populares. Pero solo en Rumania el dictador fue ejecutado. El espíritu de la soberanía popular políticamente organizada mediante el acto de la destitución –es decir, el principio Fuenteovejuna- prevaleció en todos esos países.
Quizás no hay mejor ejemplo para ilustrar como el principio Fuenteovejuna continúa vigente en la modernidad que ese grito colectivo surgido en las manifestaciones de los días Lunes en la RDA de 1989/1990: Nosotros somos el pueblo.
En esa simple frase está condensada toda la teoría del pueblo político aparecida de modo embrionario en la magistral obra de Lope de Vega. Nosotros significa, nosotros somos la mayoría y no ustedes (la Nomenclatura, la minoría)
La “nosotridad” opera entonces como agente divisorio entre el pueblo y los que ejercen soberanía en nombre del pueblo. A través de la negación del poder de los otros, el nosotros alemán se hizo pueblo soberano reclamando para sí la soberanía ejercida en nombre del pueblo por una minoría dictatorial Y asumiendo su soberanía, el pueblo se convirtió en destituyente y por lo mismo en constituyente.
Por cierto, no en todas las destituciones presidenciales, por muy constitucionales que sean, el pueblo actúa como poder destituyente. En América Latina tenemos algunos ejemplos en las destituciones de Alberto Fujimori en Perú (2000), de Manuel Zelaya en Honduras (2009), de Fernando Lugo en Paraguay (2012) y en menor medida en la de Dilma Rouseff en Brasil (2015). En todas ellas, el pueblo si es que actuó, lo hizo recurriendo al principio de delegación.
Distinto fue el caso de la destitución de Pinochet. En Chile, durante el legendario plebiscitito de1988 se dio una combinación entre pueblo destituyente y una vía inscrita en la propia Constitución.
En el curso del plebiscito chileno se enfrentaron dos poderes, el constituyente basado en el Führerprinzip de acuerdo al cual el pueblo actúa como prolongación del poder del Estado representado en un caudillo y el destituyente, convertido en pueblo mediante el voto del NO. El triunfo del pueblo destituyente pasó a ser constituyente solo después del retiro del dictador. En cierto sentido el NO a la prolongación del mandato presidencial de Pinochet fue la representación gramatical de una rebelión constitucional.
El pueblo, en suma, es pueblo político cuando revoca (destituye) y convoca (constituye). En ese mismo orden. En términos instiucionales, el pueblo es pueblo cuando vota.
Pero en ningún caso la voz del pueblo es la voz de Dios. Puese ser también la del Demonio. Pues al fin y al cabo, el pueblo, como cada uno de nosotros, es una representación de un ser que se está siempre haciendo. Como el río de Heráclito, nunca el pueblo de hoy será el mismo pueblo de ayer. Para bien o para mal.