Fernando Mires - LA VENGANZA DE ERDOGAN




20.07.2016
Mi artículo  escrito un día después del fallido golpe en ese país, contenía la siguiente reflexión:
¿Qué hará Erdogan después del fracasado golpe del 15-J? Por el momento aparecen dos posibilidades. La primera es que, como avezado político, entienda que al interior de los sectores más modernos de su país existe un gran malestar en contra de los proyectos fundamentalistas anidados en su gobierno. La segunda, y lamentablemente, la más probable, es que Erdogan utilice el fracaso del golpe para hacerse de todo el poder, convirtiendo a su gobierno en una dictadura con cierta fachada democrática, al estilo Putin.
La segunda alternativa –la más probable- no tardó en cumplirse. Cuando escribo estas líneas han sido detenidos 7543 personas. La mayoría son soldados, además de 100 policías, 755 jueces y abogados y 650 civiles. Más de 20.000 civiles, funcionarios de estado, han sido suspendidos de sus cargos, entre ellos 7899 policías y 2745 funcionarios judiciales. En el ministerio de educación han sido despedidos 15.200 empleados. En las universidades, 1577 decanos y rectores han sido obligados a renunciar. Esto está recién comenzando. El gobierno ha anunciado más detenciones y despidos.
Desde los tiempos de la tiranía de Milosevic en Serbia no se escuchaba hablar tanto en Europa de “limpieza”, “purgas”, “exoneraciones”. Incluso, personas que desde el primer momento se pronunciaron en contra del golpe han sido detenidas. Evidentemente, la lista de “enemigos” la tenía Erdogan en su bolsillo antes del golpe.
Hay quienes sostienen que el golpe de Julio no fue más que una escenificación destinada a liquidar cualquier vestigio opositor, algo así como el incendio del Reichstag que sirvió a Hitler para desatar una feroz represión a todo lo que fuera o pareciera oposición.
La verdad objetiva muestra que el golpe sí existió. Pero también muestra que Erdogan lo magnificó hasta el infinito. Lo más probable es que antes de que se produjera el golpe, Erdogan sabía de su existencia.
En la noche del 15-J, Erdogan llamó al pueblo a las calles. Ese pueblo, lo certifican fotografías, estaba en su inmensa mayoría formado por hombres jóvenes, organizados en escuadrones armados. Evidentemente, grupos de choque. Casi no se veían mujeres. 
En breve, el verdadero golpe que ha sufrido Turquía no fue el de los torpes militares del 15-J sino el ejecutado desde el propio gobierno.
En Turquía está naciendo, en nombre de la defensa de la democracia, una nueva dictadura, la dictadura islamista-militar de Recep Tayyip Erdogan.
Era de esperar. Erdogan, al violentar los derechos humanos más elementales ha hecho caso omiso de las protestas que provienen desde Europa. Críticas que habrían surtido efecto diez años atrás, cuando Turquía bajo la dirección del mismo Erdogan aspiraba a ingresar a una unitaria y próspera UE, hoy no tienen validez. Ni Erdogan ni la UE son los mismos de antes.
Erdogan entendió la negativa de la UE al ingreso de Turquía como una deshonra a su gobierno (2007). La UE lo quería solo como perro guardián en la NATO. La Turquía de Erdogan al ver negada la posibilidad de pertenecer con todos sus derechos y obligaciones a la nueva Europa, no tuvo más alternativa que asumir su otra identidad, la asiática. Imposibilitado de evolucionar hacia occidente no le dejaron a Erdogan más alternativa que involucionar hacia el oriente.
No a un oriente geográfico pero sí a uno histórico. Desde  antes del golpe de Julio, Erdogan estaba en vías de reconstruir las estructuras clásicas de las despotías asiáticas aunque bajo un formato moderno. En ese punto no se diferencia demasiado de su enemigo íntimo Putin, en Rusia.
Hoy el proyecto Erdogan pasa por la confluencia de tres vertientes de la historia turca. La primera es el sultanato, correspondiente a la época del imperio otomano. La segunda es el extremo militarismo introducido por el padre de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk, pero esta vez despojado de su ideario laicista. La tercera es la más  peligrosa. Se trata del principio teocrático según el cual el estado es estructurado como entidad confesional.
El punto de confluencia de las tres vertientes mencionadas (sultanista, militarista y teocrática) es el propio Erdogan.
Sin nombrarse sultán, las primeras medidas anuncian la introducción del sultanismo como forma política predominante, así como lo entendiera Max Weber (“Ecomomía y Sociedad”): gobierno personalista y centralizado cuyo personal es cooptado de acuerdo a relaciones de lealtad personal.
El poder de la casta dominante reposa a su vez en un ejército pretoriano, dependiente de la persona del caudillo, tal como ocurrió durante la época de Atatürk. Pero a la vez -es la gran innovación- ese caudillo no solo es líder político y militar. Es, además, religioso.
Erdogan declaró el mismo 15-J que el golpe fue un “regalo de Dios”. Él y solo él, Erdogan, se arroga el derecho a interpretar los designios de Dios. De la misma manera, al prometer la reinstauración de la pena de muerte fue concordante con el tipo de dominación despótica sobre la cual pretende refundar el país. En tanto representante del poder total, el Presidente, en nombre de Dios, es dueño de la vida de sus súbditos. Erdogan decidirá quien deberá vivir y quien deberá morir en Turquía.
Las protestas que provienen de Europa no interesan demasiado a Erdogan. El caudillo ya ha perdido su interés por la UE. Desde el punto de vista geopolítico no le faltan razones. Después del Brexit vendrán nuevos movimientos secesionistas. Europa está a punto de dejar de existir como unidad política. La alternativa de convertir a Turquía en una potencia al interior del mundo islámico es para Erdogan mucho más atractiva.
Después de todo Erdogan tiene a Europa en sus manos. Basta levantar una palanca para que se produzca un aluvión de refugiados provenientes de Siria, Irak y Afganistán. Basta abrir un par de corredores para que los ejércitos del ISIS asolen el Mediterráneo. Basta un par de concesiones a Putin, para que el dictador ruso acceda a repartirse el Oriente Medio con Turquía e Irán.
Europa, al no haber sabido asumir las responsabilidades que internacionalmente le corresponden y haberlas delegado a gobiernos dudosamente democráticos, como es el de Erdogán, pagará las consecuencias. Esa es la venganza de Erdogan.
Los demócratas turcos no pueden esperar que la Europa desintegrada de nuestro tiempo los salve de la dictadura. La re-democratización del país deberá ser obra de ellos mismos. No pocas razones obligan a pensar que el tiempo trabajará a favor. Turquía es un país moderno y no el país agrario sobre el cual fueron edificadas las despotías del pasado. Intelectuales, profesionales, estudiantes, trabajadores, incluso seguidores cultos del Islam, ya probaron del néctar de la libertad. La democracia volverá más temprano que tarde a Turquía, sea ese hermoso país asiático o europeo o las dos cosas a la vez.