La noticia produjo
indignación en círculos democráticos. Después de una turbulenta discusión en
Ankara, una ocasional mayoría parlamentaria, siguiendo una orden del Presidente
Recep Tayyip Erdogan, levantó la inmunidad a más de cien parlamentarios
acusados de mantener relaciones con el PKK y otras organizaciones kurdas (15 de
Mayo de 2016). La medida afecta principalmente al partido de los kurdos, el
HDP.
50 de los 59
miembros del HDP ya habían sido acusados de pro-terroristas por el gobierno. En
la práctica ya no gozan de inmunidad. A 51 parlamentarios del más grande
partido de oposición, el CHP, les será igualmente arrebatada la inmunidad. Lo
mismo a 27 del AKP y a 9 del partido nacionalista de derecha, el MHP. En caso
de que suficientes escaños permanezcan desocupados, el gobierno llamará a
nuevas elecciones. El objetivo parece estar muy claro: convertir al parlamento
en una asamblea sumisa al poder ejecutivo.
De ahora en adelante
Turquía será una nación presidencialista, islámica y sobre todo “erdoganista”.
El paso que separa a una república parlamentaria de una presidencialista ya ha
sido dado.
Las alarmas en los
gobiernos democráticos son justificadas. Parlamentarios sin inmunidad no
representarán más a quienes los eligieron sin la posibilidad certera de perder
su cargo. El debate parlamentario –la razón de existir del parlamento- quedará
sometido a la más estricta censura. Las leyes emitidas por el parlamento serán
simples decretos presidenciales.
¿Qué pueden hacer
los gobiernos europeos en contra de ese asalto a la democracia consumado en sus
propias puertas?¿Cerrar definitivamente el ingreso de Turquía a la UE? Dicha
medida pudo haber sido efectiva hace un par de años. Pero por el momento
Erdogan no tiene ningún interés en ingresar a la UE. Su objetivo principal es
lograr la hegemonía sobre el mundo islámico-sunita (el sueño turco del imperio
otomano) y así cerrar el paso a Irán y sobre todo a la Rusia de Putin en la
región. Para que eso sea posible –así piensa seguramente Erdogan– es preciso
unificar el frente interno, aunque ello pase por la destrucción definitiva del
pueblo kurdo, por la eliminación del parlamento y por la instalación de una
dictadura extremadamente personalista y autoritaria.
Erdogan, por si
fuera poco, mantiene neutralizados a la mayoría de los gobiernos europeos. “Si
ustedes no me apoyan o simplemente me critican”-parece decirles- “no recibiré
más refugiados desde Siria”. Frente a esa amenaza, Europa baja la cabeza.
Por otra parte
todos en Europa saben, aunque nadie lo dice, que en caso de un eventual choque
de trenes entre Turquía y Rusia, la UE solo podría apoyar a Turquía, a menos
que intente ella misma frenar a Putin, cosa que evidentemente nunca hará.
Los tiempos han
cambiado. Europa ya no pone condiciones a Erdogan. Pero Erdogan sí las pone a
Europa.
Sin embargo,
Erdogan no sigue un esquema demasiado original. En la práctica ha adoptado el
de su enemigo Putin ya que para nadie es un secreto que la Duma en Rusia no es
más que una asamblea ratificadora de las decisiones del gobierno. Por ejemplo,
cuando Putin decidió invadir Ucrania primero, a Siria después, no lo hizo en
nombre del ejecutivo sino “acatando” decisiones de la Duma. La Duma es en Rusia
una farsa, como ahora lo es el parlamento turco. El ejemplo será copiado en
diversos países de Europa. En el hecho, ya está ocurriendo.
¿Estamos
enfrentando a una crisis de la democracia parlamentaria como ocurrió durante el
periodo del fascismo del siglo XX? Al parecer, así es. El avance del
anti-parlamentarismo en función del establecimiento de regímenes personalistas
y autoritarios no solo es propio a gobiernos que continúan largas tradiciones
autocráticas como son los de Erdogan en Turquía y Putin en Rusia. En países
como Hungría, Polonia, Rumania, la opción del presidencialismo extremo ya es
también una realidad.
Ahora, mirando el
tema desde una perspectiva latinoamericana, es imposible pasar por alto el
brutal asalto al parlamento (AN) que ha tenido lugar en la Venezuela de Nicolás
Maduro.
Los gobiernos
antiparlamentarios de América Latina, a cuya tradición ya pertenece el de
Maduro, se inscriben en la larga línea dictatorial que ha marcado la historia
del continente desde el siglo XlX. La diferencia con el neo-antiparlamentarismo
europeo -es importante mencionarla- es que mientras en América Latina la idea
de la democracia ha llegado a ser hegemónica en el siglo XXl, en Europa, aún
siendo hegemónica, comienza a perder hegemonía frente al avance de los
autoritarismos presidencialistas que la amenazan.
En cierto sentido
Erdogan llevó a cabo en Turquía la medida que no se atrevió a hacer Hugo Chávez
en Venezuela. Convencido este último de la eternidad del régimen, confió en que
su mayoría dentro de la AN jamás sería cuestionada. Ese era por lo demás el
certificado que mostraba cada vez que desde algún lugar del mundo era
cuestionado el carácter democrático de su gobierno.
Esa razón -y no su
complicidad con el chavismo- explica por qué la OEA de Insulza no pudo proceder
en contra de Chávez. Almagro tampoco habría podido hacerlo. Pero después de
haber prácticamente anulado a la AN, Almagro no tenía otra alternativa sino
pronunciarse en contra de Maduro. Insulza, quizás en un estilo diferente,
habría tenido que hacer lo mismo. Mala suerte para Insulza. Le correspondió
actuar durante el periodo de oro de Chávez. A Almagro le correspondió, en
cambio, el periodo más turbio del chavismo, el de Maduro.
Hay que repetirlo
hasta el cansancio: Chávez no era democrático pero su gobierno era hegemónico y
mayoritario. Esa es la diferencia radical con el de Maduro. El de Maduro es un
gobierno protegido por vallas militares y muy poco más. Hecho que a la vez
explica su carácter esencialmente represivo.
Chávez también era
represivo pero la represión chavista estaba conectada a su superioridad
política. En cambio, la represión de Maduro es el resultado de su inferioridad
política. Mientras Chávez era mas político que pretoriano, Maduro es más
pretoriano que político. Para repetir una frase formulada en otro artículo,
Maduro es un populista sin pueblo. Por eso, pese a ejercer objetivamente una
dictadura, él no puede ser un dictador temido como tal vez hubiera querido
serlo. Solo es odiado. Temido no es.
Nadie teme a
gobiernos de minoría, sean dictaduras o no. Para decirlo con el concepto
revitalizado por Almagro, menos que un dictador, Maduro es un dictadorzuelo.
Palabra que hay que tomar en serio desde el punto de vista de la teoría
política. Esa palabra marca la diferencia entre un dictador apoyado solo en las
armas y otro en una gran mayoría. Dictadorzuelo, dicho en breve, es la palabra
que designa a un dictador sin consenso público.
Las diferencias
entre los procedimientos de Erdogan y Maduro saltan a la vista. Erdogan, al
asaltar al parlamento, lo hizo apoyado en una mayoría parlamentaria. Maduro ha
asaltado al parlamento, pero apoyado en una ínfima minoría, dentro y fuera del
parlamento.
Maduro tuvo su
oportunidad política. La perdió. Habiendo sido derrotado electoralmente el 6-D
tenía todavía cartas en su mano para ofrecer a la oposición una coexistencia de
poderes en aras de la gobernabilidad de la nación común (con la posibilidad de
haber dividido aún más a la de por sí dividida oposición). No obstante, en
lugar de actuar políticamente, reconstruyó un poder judicial que no representa
a nadie, un poder formado por gente sin credenciales jurídicas, meros
mercenarios cuyo función es fungir como cerco de protección al gobierno.
La declaración del
estado de excepción fue el golpe de gracia dado por Maduro a la AN (y, en
consecuencia, a la gran mayoría de la ciudadanía venezolana). De este modo
Maduro no dejó a la oposición otra alternativa que no fuera la lucha por la
destitución de un gobierno anti-parlamentario y, por lo mismo, ilegítimo. Entre
todas las posibles formas de destitución se impuso al fin la más popular, la
más realista y la más política: el revocatorio.
El parlamento
–aunque a los intelectuales seguidores del teórico del antiparlamentarismo,
Carl Schmitt, pueda dolerles- es la voz
del pueblo expresada a través de sus delegados, incluyendo a los de las
minorías. Ninguna otra institución del Estado ha llegado a ostentar la genuina
representación del poder popular como el parlamento. Sin parlamento no hay
representación de la nación políticamente constituida y en consecuencias, no
hay democracia representativa. El parlamento es, además, el lugar del debate,
de la confrontación, del diálogo y de alianzas, prácticas sin las cuales la
política sería imposible. Allí son discutidas nada menos que las leyes que
regirán el destino de toda la nación. El parlamento es, dicho en breve, el
legado luminoso que nos dejó la polis de los griegos, hoy incrustado en el
estado moderno.
Para que esa luz y
esas voces no se apaguen en Venezuela, Maduro y su régimen anti-parlamentario
deberán ser revocados. Por lo tanto el revocatorio no solo es legal y legítimo.
Es, además, necesario. El revocatorio, permítanme decirlo así, es en Venezuela
“lo políticamente no- negociable”.
El parlamento ha
sido asaltado en Turquía y en Venezuela. Los demócratas turcos ya no pueden
hacer mucho en contra. Pero los venezolanos todavía pueden salvar a “su”
parlamento. Pues el revocatorio no ha surgido solo para destituir a un mal
presidente. Su tarea será la de ayudar a crear en Venezuela una república
democrática, presidencial y parlamentaria a la vez.
Sin parlamento
puede haber república pero jamás podrá haber democracia. La salvación del
parlamento (AN) y el revocatorio son, por lo mismo, las dos caras de la misma
moneda.
Quizás está de más
decirlo. Si en Venezuela la mayoría democrática logra restituir la vigencia de
la AN, será sentado un precedente válido para toda América Latina. Y así
Venezuela no será Turquía.
31.05.2016
31.05.2016