A
partir de la decisión norteamericana de ir levantando paulatinamente el
embargo deberán tener lugar cambios
radicales en el formato económico de Cuba. Cambios que van más allá de las
relaciones entre EE UU y Cuba. Pues aquello que ya comienza a configurarse es
el fin de un proyecto estatista, vale decir, la renuncia implícita del régimen
a controlar a todo el aparato económico.
No
obstante, el fin del totalitarismo económico no llevará de por sí al fin del
totalitarismo político, entre otras razones porque el concepto de totalitarismo
tiene una connotación política y no económica.
El
totalitarismo puede ser definido como la apropiación de la sociedad civil por
parte del Estado. Por lo mismo, un regimen totalitario puede coexistir
perfectamente con una franja económica dominada por el capital privado. La
alemania nazi, a la quien nadie osaría no calificar como totalitaria, fue un
claro ejemplo de esa coexistencia. De ahí que ya es posible observar en Cuba
dos posibilidades.
La
primera, sustentada por círculos políticos optimistas, supone que a mayores
libertades económicas, más grandes serán las posibilidades para la ampliación
del espacio democrático.
La
segunda, y es la que asume el gobierno cubano, será la creación de una economía
capitalista que no pondrá en juego el sistema político de dominación.
Aparentemente
la clase dominante cubana (Ejército + Partido) intenta adoptar la esencia del
sistema político que rige en China, vale decir, un estado de tipo totalitario
en coexistencia con un espacio económico radicalmente capitalista.
No
obstante, aparte de las diferencias entre un país gigante y otro pequeño, hay
una condición que impide a Cuba asimilar en su totalidad “el modelo chino”,
adoptado, entre otras, por la mayoría de las economías sud-asiáticas. Esa
condición es la no existencia de un sector social al que los chinos llaman
“burguesía nacional”.
Si
uno revisa la historia de China Comunista, observará una constante que aún en
los momentos más radicales no sufrió alteración. Esa constante era la alianza
del proletariado (Partido-Estado) con la “burguesía nacional”.
A
lo largo de su historia, el Estado chino se esforzó en favorecer el desarrollo
de un empresariado ligado al Estado. Ese es uno de los secretos de “el milagro
económico chino”. Lo contrario ocurrió en Cuba.
Fidel
Castro, al haber adoptado el modelo económico estalinista, destruyó al
incipiente empresariado nacional sustituyéndolo por una burocracia civil y
militar altamente ineficiente. Ese es uno de los secretos de la debacle
económica de Cuba, heredada por Raúl.
Esa
diferencia entre Cuba y China es la que impulsará al raulismo a llenar el
espacio económico que se abrirá después del levantamiento del embargo
recurriendo, no a un casi inexistente empresariado nacional, sino al capital
extranjero.
En
cierto modo, menos que una chinización, el objetivo perseguido por el régimen
cubano es una vietnamización, vale decir, un estado comunista dictatorial
gobernando sobre una economía dolarizada con prescindencia de una sociedad
civil.
Quien lo iba a pensar: el lema de Che Guevara “Hay que crear 1, 2, 3
Vietnams” puede convertirse en realidad, pero en un sentido inverso al que
imaginó el alucinado guerrillero.
Una
larga cola de empresarios europeos, norteamericanos, incluso latinoamericanos,
espera que se abran las puertas para convertir a Cuba en uno de los paraísos
dorados del capitalismo mundial: un capitalismo sin política, sin derechos
humanos, sin huelgas. El proyecto de Raúl es edificar un capitalismo que
funcione bajo concesiones dictadas por el Estado a los empresarios extranjeros.
Esa es también la nueva distopía (utopía negativa) surgida en Cuba.
Condición
para el funcionamiento de un “capitalismo concesionario” (así lo hemos llamado
en otros artículos) será –de acuerdo a la nueva distopía- la división de la
sociedad en dos segmentos. A un lado, una sociedad económica donde estarán
garantizadas las libertades que tengan que ver con el consumo y el derroche. Al
otro, un sociedad-estado que se reservará para sí determinadas áreas
“estratégicas” como la educación y la cultura (control sobre las
mentes) deporte y medicina (control sobre los cuerpos) más todo el aparato represivo. Por
lo tanto, cuando algunos observadores han dicho -en broma o en serio- que Cuba
se encuentra amenazada por una alianza histórica entre lo peor del capitalismo
y lo peor del comunismo, dan cuenta sin querer del sentido de la nueva
distopía.
El
ideal del “hombre nuevo” podría llegar a ser, efectivamente, el de un “homo economicus”
al servicio de una clase dominante de Estado. Eso significa que la posibilidad
de emergencia de una ciudadanía activa no solo sería aplastada por el peso de
la represión sino, además, por un capitalismo sin democracia, un capitalismo
salvaje al lado del cual el capitalismo-burdel que prevaleció durante la era
pre-castrista sería solo su imagen pálida.
La
democracia en Cuba –ese es el punto- no depende de un simple cambio económico.
La democracia solo puede ser posible si alguna vez tiene lugar la unidad de los
demócratas, dentro y fuera de Cuba. Eso no significa, por supuesto, criticar el
levantamiento del embargo, posición en la que han caído los grupos más extremos
del anti-castrismo, sobre todo fuera de Cuba.
El
levantamiento del embargo, aunque no más sea por los beneficios que reportará a
una población que se debate en los límites de la lucha por la sobrevivencia, se
justifica por sí solo. Pero –y este es el tema- no llevará de modo automático a
la democratización. Puede incluso llevar a lo contrario: a un reforzamiento del
Estado militar-político.
Hay
que tener en cuenta –así lo ha enseñado la historia- que las distopías nunca se
presentan como distopías (si así fuera, nadie las seguiría). Sus formas de
presentación han sido siempre utópicas. Una distopía, luego, no es algo
distinto a una utopía. La distopía surge del intento de imponer por la fuerza
una utopía. En cierto modo las distopías son hijas de las utopías. Los cubanos
ya lo experimentaron bajo la bota de Fidel.
La
buena noticia, sin embargo, es que todos los indicios muestran que la
disidencia cubana no ha pisado esta vez la tranpa. Esa disidencia sabe, con la
excepción de algunas de sus fracciones más radicales, que la democratización de
Cuba no depende de Obama sino de los propios cubanos.
Lo
más importante es que la dictadura cubana ya ha perdido su símbolo de
legitimación internacional: el de la (supuesta) lucha en contra del
inperialismo. Así lo ha entendido Yoani Sánchez cuando afirma: “La propaganda oficial se quedará sin asideros. Ya le ha estado ocurriendo
desde que el 17 de diciembre el anuncio de restablecimiento de relaciones entre
Washington y La Habana nos tomara por sorpresa a todos. Aquella ecuación,
tantas veces repetida, de no permitir la disidencia interna ni la existencia de
otros partidos porque el Tío Sam esperaba una muestra de fragilidad para
lanzarse sobre la Isla, cada vez es más insostenible”
Con
el reestablecimiento de relaciones entre Cuba y los EE UU solo ha sido creada
una plataforma desde donde será posible desarrollar una lucha cuyo objetivo no
puede ser otro distinto a la democratización política. Para decirlo nuevamente
con las palabras de Yoani:
“Para mi generación, como para otros tantos
cubanos, termina una etapa. No significa que a partir de mañana todo lo que
hemos soñado se concrete, ni que la libertad irrumpa por obra y gracia de un
trozo de tela que bate cerca del Malecón. Ahora llega lo más difícil. Sin
embargo, será ese tipo de camino cuesta arriba en que no se podrá echar la
culpa de nuestros fracasos al vecino del norte. Empieza la etapa de asumir lo
que somos y reconocer por qué sólo hemos llegado hasta aquí.´”.
La
democratización de Cuba y no el cumplimiento de una nueva distopía pasará por
la larga y difícil construcción de una sociedad civil. Eso quiere decir: la
lucha por alcanzar las cuatro libertades mínimas de la vida ciudadana –de
pensamiento, de movimiento, de expresión y de asociación- no termina con la
apertura de relaciones económicas y diplomáticas entre Cuba y los EE UU. Todo
lo contrario. Recién comienza ahí.