Hace 75 años (para ser preciso, el 20 de
Agosto) fue asesinado en México León Trotsky. Los hechos que condujeron al vil
asesinato son conocidos. Ramón Mercader, comunista catalán, fue reclutado por
la NKVD para que cometiera el crimen ordenado por Stalin, tarea que realizó con
el más profesional de los esmeros. Todos esos episodios han sido acuciosamente
narrados en la magnífica novela de Leonardo Padura, “El hombre que amaba a los
perros”.
Sobre la novela de Padura también se ha
escrito mucho y no voy a agregar más palabras para elogiarla, por mucho que lo
merezca. Me limitaré en estas líneas a constatar solo un punto; y es el
siguiente:
Aunque una novela histórica no sea un texto
de historia, permite, gracias al uso de la imaginación, alcanzar verdades a las que no alcanza ni debe alcanzar la historiografía. Desde esa perspectiva la narrativa histórica puede
convertirse en un perfecto auxiliar de la historiografía.
Un historiador ha de limitarse a comprobar la
verdad de los hechos, a construir causalidades, a indagar sobre las
consecuencias, a revelar datos desconocidos. Pero en ningún momento debe
especular acerca de las motivaciones personales que llevan, como en el caso de
la historia de Ramón Mercader, a cometer un asesinato. Por lo mismo, nunca debe
dictar veredictos morales y mucho menos adentrarse en los laberintos psíquicos
de un personaje histórico. Esta última es una tarea que ni siquiera está
permitida a los psicoanalistas pues ellos saben muy bien que nunca hay que
emitir juicios no surgidos de la comunicación interpersonal. Dichos límites
no existen, en cambio, para un novelista.
Un novelista si no escribe en clave de
ficción, por mucho que esta sea originada desde una realidad objetiva, es un mal
novelista. Pero un gran novelista es también quien siguiendo la ruta de la
ficción logra extraer, de modo imaginario, una verdad subjetiva que ayuda a
entender mejor -valga la paradoja- la verdad objetiva de los hechos. Solo así
se explica por qué la mayoría de quienes han leído la novela de Leonardo Padura
terminan sintiendo una profunda compasión por Ramón Mercader.
A través de la historiografía Ramón Mercader
solo puede aparecer como un asesino. Pero a través de la literatura, puede,
además, aparecer como una víctima. Sí, una víctima más de un orden totalitario
que en nombre de la supuesta verdad “objetiva” terminó construyendo autómatas
sin vidas privadas, seres despojados de relaciones afectivas, piezas de una
máquina que los controlaba y dominaba sin apelación.
Esas fueron las constataciones por las cuales
en un seminario que junto con mi colega Rainer Fabian dirigíamos sobre el
concepto de totalitarismo, propusimos como lectura a la espeluznante novela de
Arthur Koestler, “Sonnenfinsternis” (Eclipse solar) conocida en español bajo el
título de “El cero y el infinito” (1941).
El personaje central de la novela, Rubashov,
era un representante imaginario de Nicolás Bujarin, el bolchevique miembro de
la vieja guardia leninista, cómplice de la expulsión y del destierro de Trotsky,
obligado después por Stalin a declararse culpable de crímenes que jamás había
cometido. Por lo mismo fue condenado a muerte. Rubashov, como ocurrió con
Bujarin, murió creyendo ser un mártir sacrificado en nombre de un ideal
superior.
Lo terrorífico de la novela, sin embargo, no
reside tanto en las torturas físicas a las que fue sometido Rubashov, sino en la
disuasión ideológica destinada a suplantar su capacidad de pensamiento por la
ideología del régimen. Bujarin, efectivamente, murió plenamente convencido de
que su confesión, aunque siendo una mentira, podía ser puesta al servicio de
una gran verdad. Esa gran verdad era la Revolución Rusa encarnada en la persona
de Stalin
Gracias a la gran novela de Koestler pudimos
comprender, durante el curso del seminario, la exactitud de las formulaciones
de Hannah Arendt cuando entre las diferentes características del fenómeno
totalitario destaca la usurpación del espacio íntimo (el del amor, el de los
sentimientos, el del pensamiento) por el espacio público (estatal), hasta el
punto que el ciudadano comunista perfecto termina siendo no el que piensa sino
el que es pensado. ¿Pensado por quién? Por una ideología y por quien desde el
poder la representa. En ese sentido podríamos entender al totalitarismo como un
fenómeno mediante el cual el pensamiento individual es sustituido por una
ideología total. Así sucedió con Nicolás Bujarin. Así sucedió también con Ramón
Mercader.
Ramón Mercader no asesinó al revolucionario
León Trotsky. Mercader solo “ejecutó” a un traidor, a un agente nazi. El no concibió su acto como un crimen. Todo lo contrario; él, Mercader, fue un héroe
elegido por la razón histórica para ayudar al cumplimiento de la gran verdad
representada por la URSS y por su gran conductor, el camarada Stalin.
La deducción, después de la haber leído la
novela de Padura no puede ser más estremecedora. ¿Significa entonces que
cualquiera de nosotros bajo circunstancias parecidas a las vividas por Ramón
Mercader podría llegar a convertirse en un asesino? Nadie puede saberlo en
términos definitivos. Pero si el Yo deliberante de cada uno es sustituido por
la dictadura de un “Super-Yo” o por la de un “Super-Nosotros”, o si perdemos
–ya sea por debilidad o debilitación- nuestras capacidades pensantes, o si nos
convertimos en agentes secretos de una Ideología de la Razón Histórica, puede
ser que no lleguemos muy lejos de donde llegó Ramón Mercader.
Uno de los personajes centrales de la novela
de Padura, el escritor cubano Iván Cárdenas Maturell, a quien un arrepentido y
enfermo Mercader confió su historia, no se convirtió en un asesino. Pero él nos
cuenta –y ahí escuchamos detrás de Iván la voz de Padura hablando no solo de sí
mismo sino también de algunos identificables escritores cubanos- como en
nombre de supuestos objetivos históricos superiores un joven lleno de ideales
puede ser obligado a renunciar a lo que más ama, a su arte literario; a
despreciarse a sí mismo; a aceptar incluso, sin chistar, el suicidio inducido
de su hermano homosexual.
Al escribir estas líneas no pude sino
recordar un día nevado de Viena. Fue durante los años ochenta. Con un amigo
quien fuera horrorosamente torturado en las cárceles de Pinochet, dábamos un
paseo a lo largo de la Ringstrasse.
Entre los detalles que me contó de sus días en prisión, hay uno que no he
podido olvidar. Mientras el verdugo apagaba un cigarrillo en su piel, le hizo
de pronto una confesión “¿Y tú creí que me gusta hacer lo que estoy haciendo?.
No; pero lo hago porque alguien tiene que sacrificarse por la causa. Si ustedes
hubieran vencido, a lo mejor bo estaríai haciendo conmigo lo mismo que yo hago
contigo”.
¿Lo habríai hecho? – pregunté-.
Calló un momento y luego dijo: “Quien sabe
Fernando, quien sabe”