Si
hablamos de un mito político suponemos su vigencia, de otro modo el mito no es
político. Sin vigencia un mito no deja de ser mito pero deja de ser político
para convertirse en una simple leyenda. La razón es que el mito político no
solo está situado en el comienzo ni solo representa un momento fundacional.
Además, otorga un sentido a una determinada historia. Debido a esa razón
resulta imposible separar un mito de su historia.
Puede
haber, claro está, una historia sin un mito. Pero un mito sin historia no puede
haber. Un mito fija el destino de una historia. De este modo, si ha
desaparecido (o ha sido derrumbado) un mito, cambia el destino de la historia
situada sobre ese mito. Y al cambiar su destino, la historia cambia de sentido.
Eso es precisamente lo que ha sucedido en Cuba al haber sido reanudadas las
relaciones diplomáticas con los EE UU.
Raúl
Castro, a diferencias de su hermano, pasará a la historia no como el fundador
de un mito sino como quien puso punto final a la vigencia del mito fundacional.
A partir de Raúl la revolución que derribó a Batista ha sido convertida en un
simple hecho histórico, todo lo importante que se quiera, pero no más que eso.
Paradoja
de un mito histórico es su irrealización. Si un mito es realizado deja de ser
un mito. Por eso Fidel y los suyos nunca dejaron de hablar de la revolución en
tiempo presente. Más de medio siglo después del acto revolucionario, la
revolución aún no estaba terminada. Sin seguir a Trotsky, Fidel había abrazado,
a su modo, a la doctrina de la revolución permanente.
A
partir de su incumplimiento el mito mantenía vigencia y con ello el poder
obtenía su legitimación. Ahí reside la lógica de la paradoja: mientras más
lejos aparecía en el horizonte el cumplimento de un mito, más grande era su
legitimación.
Astucia,
instinto o locura, Fidel Castro, al mantener vivo el mito de la revolución
antiimperialista cubana, e incluso latinoamericana, había proyectado hacia un
futuro indeterminado la legitimidad de su poder. Raúl, en cambio, al aceptar el
restablecimiento de relaciones diplomáticas –y, evidentemente, económicas- con EE UU, ha consagrado la imposibilidad de
realización del mito y con ello ha disuelto con una simple firma el carisma de
la revolución.
El
destino, y por lo mismo, el sentido de la revolución, ya no aparecerá en el
horizonte. Al haber sido declarada la reconciliación con el enemigo, Raúl
Castro ha relegado al mito al lugar que pertenece y de donde no debió nunca
haber salido: al pasado. Con el fin del anti-mito (el imperio) ha terminado el
mito.
Todo
mito requiere de un anti-mito. La revolución antiimperialista requería de un
imperio al que había que derrotar hasta las últimas consecuencias. ¿Se habrá
dado cuenta Raúl Castro que sin lucha en contra del imperialismo no puede haber
antiimperialismo y que sin antiimperialismo no puede haber una revolución
cubana en permanencia?
Por
supuesto, Raúl Castro puede seguir sosteniendo que los EE UU son un imperio. Si
es así, peor para él: ¿Cómo justificar que la bandera del imperio ondee en
territorio cubano? Ese “trozo de tela que bate cerca del malecón” (Yoani
Sánchez) es, después de todo, el símbolo que representa el fin de una mitología
y el comienzo de “otra” historia.
El
poder que todavía ostenta Raúl, al estar sustentado en un mito fundacional sin
vigencia política, lo obligará a buscar otra forma de legitimación
relativamente creíble para mantener su poder y el de la oligarquía ideológica y
militar que lo rodea. ¿El mito del desarrollo económico capitalista? Podría
ser. Pero si así lo hace, deberá explicar a su gente de que sirvió tanta
patología, tantos caídos en las selvas de América Latina y África, tanta
represión y tortura, tanta patria o muerte.
Hay
por lo tanto que precisar: lo que está terminando no es la dictadura de los
Castro: lo que está terminando es el mito de la revolución sobre el cual se
sustentaba esa dictadura. Sin mitología –este es el punto- la revolución ha
perdido su carisma.
En
el sentido acordado por Max Weber (Economía y Sociedad, Capítulo lll) el
poder de Raúl ya no podrá sustentarse sobre un tipo de “dominación
carismática”. La segunda forma, según Weber la “tradicional”, ya había sido
asumida en parte por Raúl, pero solo rige en plenitud en sistemas monárquicos.
La tercera forma es la denominada por Weber “legal-racional” y esa pasa por el
reconocimiento de la legalidad de la oposición. ¿Cuál de esas tres formas se
impondrá en Cuba?
La
respuesta no solo depende de Raúl. Mucho menos de Obama. Depende en gran parte
de la oposición democrática cubana (hay otra que, seamos sinceros, no lo es). Y
quien sabe si también depende de algunos miembros del propio partido-estado.
Quizás no todos ellos son autómatas. Al fin y al cabo nunca ha habido grandes
cambios históricos sin que estos no hayan sido precedidos por luchas internas
de poder.
Si
tomamos en cuenta ese último punto, todo hace suponer que el proceso de
transición que llevará a Cuba de la dictadura a la democracia no será menos
complejo que el vivido por otros países en circunstancias similares Eso quiere
decir que ese proceso estará marcado por retrocesos y avances derivados de
conflictos al interior del bloque de poder entre, por lo menos, tres
fracciones: (1) Los que intentarán restaurar el mito perdido. (2) Los que
definitivamente han decidido despedirse de la antigua mitología aunque sin
cuestionar el orden político vigente y (3) Los que buscan construir un orden
político más compatible con los niveles que imperan en el mundo político
occidental al cual por tradición, cultura e historia pertenece Cuba.
En
todos estos conflictos la oposición democrática cubana deberá estar preparada
no solo para llevar a cabo una lucha de testimonio y denuncia –como hasta ahora
lo ha venido haciendo- sino otra en donde aparecerán espacios de dialogo,
negociación y compromiso con eventuales fracciones post-castristas opuestas a
la restauración del mito de la revolución.
La transición de la dictadura a la
democracia no ha comenzado todavía en Cuba. Pero lo que tal vez sí está
comenzando es una “transición hacia la transición”. La experiencia histórica
indica que esa es la fase más compleja y delicada en cada proceso democrático.
Y lo es, pues su recorrido depende no solo de actores valerosos sino, además,
inteligentes.