Todavía
no ha sido escrita la historia de la “clase obrera” en los países
socialistas. Cuando se escriba, conoceremos una historia triste y
dramática: la de la destrucción de las organizaciones obreras en
nombre de la clase obrera. Destrucción que no sólo fue
institucional, sino producto de innumerables masacres cometidas a los
trabajadores existentes y reales.
Esa historia comenzó
precisamente en los momentos en que se iniciaba la revolución rusa:
a fines de 1920 en la ciudad de Kronstadt, cuando los obreros y
marinos portuarios iniciaron huelgas con el objetivo de que fueran
aumentados sus salarios y mejoradas las miserables condiciones de
trabajo. Para el efecto, redactaron un manifiesto que en lo
sustancial apoyaba la ideología comunista.
La respuesta de Lenin no pudo ser más brutal. A comienzos del año 1921, el Ejército Rojo, cometió en Kronstadt una de las masacres más espantosas que conoce la historia del movimiento obrero mundial. Aduciendo el consabido argumento relativo a que las manifestaciones obreras obedecían al mandato del capitalismo internacional, la soldadesca, dirigida entre otros por Leo Trotski, asesinó a miles y miles de obreros. Los sobrevivientes fueron llevados en cadenas a los por Lenin recién inaugurados campos de concentración de Siberia; allí continuaron muriendo, alejados de sus familias; de sus ciudades; de su propia historia.
La verdad es que masacres como las de Kronstadt (hubo muchas similares bajo Stalin) ya estaban teóricamente programadas por Lenin, aún antes de la revolución rusa. El año 1902, escribió Lenin un texto que fue elevado después por Stalin a la categoría de clásico del marxismo. Se trataba del famoso “¿Qué hacer?”, lectura obligada en los cursos de formación de cuadros comunistas. En ese texto, Lenin revisó a Marx, aduciendo que “el proletariado” (léase, los trabajadores industriales) no son capaces de generar por sí solos una conciencia revolucionaria, pues ellos luchan por intereses económicos y no políticos (tradeunionistas). De ahí, deducía Lenin que la conciencia revolucionaria debe ser transportada desde afuera de la clase, a saber: por los intelectuales revolucionarios organizados en El Partido. En esas condiciones, el Partido del Proletariado está llamado a sustituir a los trabajadores existentes y reales.
Las tesis de Lenin, como es sabido, provocaron indignación ente los socialistas alemanes, sobre todo en Rosa Luxemburgo quien adujo que llevadas las tesis de Lenin a sus consecuencias llegaría el día en que el Partido no sólo sustituiría a “la clase” sino, además, actuaría en contra de ella. Eso fue lo que sucedió en Kronstadt. Kronstadt, en fin, ya estaba programado en el “¿Qué hacer?” de Lenin:
La historia del comunismo es también la historia de la destrucción de las organizaciones obreras en nombre de la clase obrera. Es una historia repetida sin cesar.
Ocurrió
el 16 de junio de 1953 en las calles de las ciudades de la RDA, sobre
todo en Berlín, cuando la tropa disparó sobre miles de
manifestantes obreros. Las calles de Berlín fueron pavimentadas por
una masa sangrienta de trabajadores convertidos en cadáveres.
Ocurrió en 1956, en el también sangriento “octubre
polaco”.
Ocurrió el 1956 en las calles de Budapest, cuando
después de la masacre cometida por el Ejército Rojo, cadáveres
agonizantes de obreros eran arrojados a las aguas del
Danubio.
Ocurrió en la Praga del 1968, cuando las recién
formadas organizaciones obreras fueron destruidas y los dirigentes,
entre ellos Václav Havel, enviados a prisión.
Estuvo a punto
de ocurrir en 1981 en Polonia, con el golpe de estado anti obrero
llevado a cabo por el general Jaruzelzky. La prudencia del general
golpista y la habilidad política de Lech Walesa impidieron otra
descomunal masacre.
Gracias al Solidarnosc de Walesa, tuvo lugar, por fin, la primera revolución obrera de la historia europea. La paradoja es que esa revolución surgió en contra de un Estado que decía ser de”los trabajadores”. Se explica entonces, por qué uno de los primeros sueños del presidente checo Václav Havel, fue el de liberar a los trabajadores de su país de un Estado que los había secuestrado para hablar en su nombre.
La misma circunstancia tuvo lugar en la Cuba de los hermanos Castro, justo en los comienzos de la revolución. Se trata de un capítulo que ha sido borrado definitivamente de la historia oficial cubana. Ese capítulo ocurrió a fines del año 1959, cuando el Movimiento 26 de Julio dirigido por Fidel Castro intervino directamente en los sindicatos obreros.
Los
obreros estaban, en ese tiempo, divididos en dos fracciones. Una
esencialmente sindicalista, dirigida por Eusebio Mujal. Otra, la
comunista. Castro, que en ese entonces tenía una actitud
antisoviética, se propuso destruir ambas fracciones, nombrando como
interventor del Estado a David Salvador. Luego de destituir y
encarcelar a Mujal, acusado de colaborar con Batista, Castro, a
través de Salvador, inició la persecución de dirigentes
sindicales. Víctimas no fueron sólo los “mujalistas” sino,
además, varios comunistas. Para el efecto, realizó, como es su
costumbre, una jugada diabólica: nombró como Ministro del Trabajo a
un militante filo-comunista: Augusto Martinez Sanchez.
De este
modo, los sindicatos de Cuba fueron primero, estatizados, y después
militarizados. De nada valió la resistencia de algunos veteranos
cuadros sindicales. La decisión de estatizar las organizaciones
obreras la tomó Fidel Castro en persona durante el X (y último)
Congreso de la Federación del Trabajo, el día 18 de noviembre de
1959. Dicha decisión se vio facilitada porque, en esos mismos días
Castro ya actuaba militarmente en contra de las alas democráticas
del 26 de Julio, representadas en la persona del héroe de la
revolución Huber Matos quien fue encarcelado y condenado a más de
veinte años de prisión. Su delito: pensar diferente al nuevo
dictador.
Muchos dirigentes obreros fueron a parar a las cárceles de los Castro. Desde ese tiempo data la fraterna división del trabajo que mantuvieron Fidel y Raúl. Fidel destituía dirigentes y Raúl los retiraba de la vía pública. Así fue como Fidel Castro realizó en Cuba el sueño de los capitalistas más salvajes: crear un país sin organizaciones obreras, sin derecho ni a reunión, ni a huelgas.
Muy diferente ha sido el sueño de personas como Vaclav Havel. Su propósito inmediato fue liberar a los obreros del Estado, restituir sus derechos a los trabajadores, ayudar a la creación de organizaciones obreras, autónomas e independientes.
Cuando por primera vez asumió la presidencia de la ex- Checoeslovaquia, Havel se encontró con una situación catastrófica entre los trabajadores. No sólo no tenían organizaciones. Habían, perdido, además, sus condiciones ciudadanas. “El régimen anterior” –escribió Havel- “intentó presentarse como la dominación de los trabajadores. Aquello que logró fue reducir el valor del trabajo, su destino y su significado llevado a tan baja condición, que los trabajadores perdieron aquello que para cada ser humano es tan infinitamente importante: la conciencia del sentido de su propio trabajo”
Así como ocurrió con los trabajadores fabriles, ocurrió con los trabajadores rurales, y en general, con la mayoría de los habitantes de la nación checoeslovaca. En nombre de una ideología, los trabajadores fueron expropiados no sólo de sus bienes materiales, sino, lo que es peor: de sus valores espirituales.
Construir una nueva infraestructura técnica e iniciar un desarrollo económico más dinámico no ha sido el problema más difícil en los países post- comunistas. Devolver el sentido de la vida, la dignidad de ser a un humano,el deseo de luchar por sus propios intereses, en fin, restituir la condición política arrebatada tan brutalmente por aquellos que imaginaron ser los depositarios de las leyes de la historia, ha sido un camino más largo y mucho más difícil.
Bajo el sugestivo título de “Política como ética practicable” escribió Václav Havel un breve ensayo en donde podemos leer el siguiente párrafo que en sí condensa, no su ideología -que nunca la tuvo- sino su posición frente a la vida:
“Estoy convencido que no podemos construir un Estado de derecho ni un Estado democrático si es que no construimos al mismo tiempo –aunque ello suene poco científico en los oídos de los politólogos- un Estado humano, ético, espiritual y cultural. Las mejores leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no nos pueden entregar nada: ni siquiera legalidad, tampoco la libertad, ni aún los derechos humanos, si todo eso no está garantizado por determinados valores sociales y humanos”.