Debe quedar claro: las desde hace algún tiempo anunciadas
sanciones a siete funcionarios del gobierno venezolano, recién firmadas por
Obama el 9 de marzo, no están dirigidas en contra de una nación, ni siquiera en
contra de un gobierno. Solo afectan financieramente a siete individuos
comprometidos en actos de corrupción –en contra de ideales “socialistas” de su
propio gobierno- y de violación de acuerdos internacionales en materia de
derechos humanos.
La ostensible dilación de la firma de Obama
puede ser vista como una oportunidad ofrecida al gobierno venezolano para que
este enmiende el rumbo de represión dictatorial tomado en los últimos tiempos.
Hecho que no ocurrió. Por el contrario, la represión ya alcanza niveles
similares a las de las dictaduras militares sudamericanas durante los años
setenta del pasado siglo.
Resulta evidente que las medidas tomadas en contra de los
funcionarios chavistas son respuestas simbólicas a un programa de provocaciones
sostenido por el gobierno de Venezuela en contra de los EE UU. Ningún
gobernante del mundo, menos el de una potencia mundial, puede dejarse insultar
permanentemente por gobernantes de otras naciones con las cuales no se
encuentra en litigio ni económico, ni territorial ni militar, sin correr el
riesgo de ver disminuida su imagen justo en los momentos cuando enfrenta agudos
problemas internacionales.
Más aún: las sanciones norteamericanas solo fueron
respuestas a sanciones dictadas por el gobierno de Maduro al de EE UU
(disminución del personal diplomático, entre otras). Es evidente entonces que
Maduro precipitó las sanciones en contra de sus corruptos funcionarios. Sin
duda espera sacar de ahí dividendos políticos. La pregunta correcta es
entonces: ¿Cuáles son los objetivos que persigue el gobierno Maduro al provocar
sanciones de EE UU en su contra?
Es necesario tomar en cuenta que el de Maduro, según
todas las encuestas, es un gobierno muy impopular. En medio de la por el mismo
inducida crisis económica, el régimen afrontará en un futuro cercano elecciones
parlamentarias. Si estas tuvieran lugar hoy -aun contando con el monopolio
estatal sobre el aparato informativo y la sujeción gubernamental del aparato
electoral- ellas llevarían a la derrota más grande experimentada por el
chavismo en el curso de toda su historia. Pero si las elecciones tienen lugar
en el medio de una “guerra en contra del imperio”, Maduro intentará otorgarles
el carácter de lucha por la independencia nacional, en contra de una oposición “apátrida”.
Naturalmente, elecciones realizadas en el marco de una
(artificial) guerra, en defensa de la “patria amenazada” y bajo el imperio de
leyes de excepción (habilitantes), no pueden ser en ningún caso normales. Ahí
reside precisamente una parte del juego: Maduro, en condiciones normales, no
podría ganar una elección. Requiere por lo tanto “a-normalizarlas”, y si eso no
fuera posible, postergarlas hacia un futuro indeterminado.
¿Ha pisado entonces Obama una trampa tendida por su
oponente Maduro, la misma que no pisó Bush cuando era insultado todos los días
por Chávez?
Quizás en esa pregunta reside la respuesta. Maduro no es
Chávez ni Obama es Bush (aunque Maduro quisiera que lo fuera). Todo lo
contrario. Maduro, a estas alturas, debe ser uno de los gobernantes menos populares
del mundo. En cambio, Obama, es uno de los más populares; aún en Venezuela. Es
decir, justo la relación inversa que se daba entre Chávez y Bush. Por lo mismo,
si Maduro espera que la ciudadanía venezolana va a agruparse en su torno, puede
equivocarse. En medio de la feroz crisis que azota al país, lo menos que puede
importar a la mayoría de los habitantes de pueblos y cerros y a los sectores
medios de bajos ingresos castigados por la escasez y la inflación, son las
dificultades internacionales de Nicolás Maduro.
Probablemente Maduro piensa que su enfrentamiento al
“imperio” va a contar con el apoyo de los gobiernos latinoamericanos,
ratificado en la reciente presencia de UNASUR. Si es así, se engaña. Una cosa
es que los gobiernos latinoamericanos miren hacia otro lado cuando son violados
derechos humanos y otra es que secunden a un gobierno en la arena internacional.
Quizás Evo dirá una palabra hueca en contra del “imperio”. Correa desde el país
del dólar, emitirá como siempre una retórica protesta. Y lo que diga la
dinastía Ortega a nadie importa pues viene de un régimen que en la mejor
tradición de Somoza ha practicado un total entreguismo al capital extranjero.
¿Y Cuba? Cuba es otra historia. Cuba es parte del problema. Efectivamente, si
miramos bien el conflicto internacional desatado por Maduro, tiene que ver
bastante con las decisiones de Obama con respecto a Cuba.
Para nadie es un misterio que la política de apertura de
los EE UU hacia Cuba cuenta con poderosos enemigos en EE UU. Las
fracciones más recalcitrantes de los republicanos acusan, como ya es costumbre,
de debilidad a Obama. Dichas críticas aumentarán mientras más se acerque la
fecha definitiva del levantamiento formal del embargo (formal, porque informalmente
ya fue levantado)
Ahora bien, Obama, al distanciarse aún más de Venezuela,
podría matar dos pájaros de un tiro. A los republicanos ofrecería un trueque:
aumento de la enemistad con Maduro a cambio de un apoyo al levantamiento del
embargo a Cuba. A la vez, a los gobernantes latinoamericanos ofrecerá el mismo
trueque pero al revés: levantamiento del embargo a Cuba a cambio de un mayor
aislamiento internacional del régimen venezolano. Al fin y al cabo, eso deben
pensar con seguridad los expertos, ese régimen, el de Maduro, ya se encuentra,
con sanciones o sin ellas, en caída libre.
Hay, además, un punto adicional que aparentemente no
tiene que ver con Venezuela; pero si lo analizamos con cierto cuidado veremos
que sí lo tiene. Es el siguiente:
Los EE UU se encuentran en medio de dos guerras: una muy
caliente, contra los ejércitos del ISIS en el Oriente Medio, y una guerra fría
(o tibia) contra la Rusia de Putin. En el marco determinado por esas dos
confrontaciones de carácter mundial, el gobierno norteamericano no cuenta por
cierto con el apoyo activo de ningún gobierno latinoamericano. Pero tampoco
–obvio- desea contar con la colaboración de alguno de esos gobiernos –en este
caso, el de Venezuela- con sus enemigos fundamentales.
Sabidas son las tendencias del régimen “bolivariano” a
vincularse con todas las dictaduras y autocracias del mundo. Sabido es también
que las relaciones entre Venezuela y Rusia van bastante más allá de simples
acuerdos comerciales. En ese contexto, Venezuela es para los EE UU, dicho
literalmente, “una amenaza para la seguridad”. Puede entonces que no haya sido
casualidad que el mismo día cuando Obama firmó las sanciones en contra de los
corruptos funcionarios de Maduro, partieran desde los EE UU tres mil soldados a
realizar ejercicios de combate en las naciones bálticas, después de Ucrania las más amenazadas por el expansionismo ruso. Al fin y al cabo, en un mundo
global hay que pensar y actuar de modo global.
Afortunadamente para la heterogénea oposición venezolana,
los acuerdos electorales básicos tendientes a enfrentar las próximas elecciones
legislativas ya han sido alcanzados. Esa alianza deberá -en las condiciones
determinadas por el desencadenamiento del más obsceno patrioterismo que haya
vivido el país- ser mantenida más allá del plano puramente electoral.
Se trata en el fondo de un problema de supervivencia.
Se trata en el fondo de un problema de supervivencia.
La tentación del régimen venezolano por dar la patada
final a la mesa parece ser cada día más grande. Eso significa que para la
oposición no solo se trata de ganar las elecciones sino de ganar la posibilidad
de las elecciones. Como nunca los protagonismos individuales, las escapadas
hacia delante y las soluciones mágicas, podrían ser fatales. Si la posibilidad
electoral se hunde, perderán todos y nadie los salvará. Obama tampoco. EE UU,
como toda nación del mundo, solo atiende a sus intereses. Ni Obama, ni ningún
otro presidente de la tierra, actúa por idealismo. Ya es hora de que esa verdad
tan elemental se sepa.