El presente artículo fue publicado en abril de 2015. Hoy lo publico nuevamente con algunas leves correcciones y aún más leves actualizaciones.
Cada vez que un representante de un gobierno de izquierda es sorprendido en
actos de corrupción,surge como mecanismo de defensa la justificación
siguiente: ¿Y acaso los de la derecha no hacen cosas peores? ¿Por qué ese
ensañamiento con los de izquierda? ¿Por qué esa tolerancia con la derecha
cuando comete actos económicos delictivos? ¿Por qué ese doble rasero? Reacción
–si vemos el tema solo desde una perspectiva formal- muy justificada.
Es así: desde el punto de vista cuantitativo las corrupciones de los
gobiernos de la derecha superan (todavía) en cantidad y frecuencia a los de la
izquierda. Sin embargo, ese hecho no sorprende a nadie. Es más bien lógico y
normal.
La derecha suele ser definida por la izquierda como “derecha económica”.
Nadie en cambio ha acuñado el término “izquierda económica”. La razón es
simple: común es pensar que entre la derecha y el dinero hay estrecha cercanía.
La derecha es entendida, aún por ella misma, como representación del mundo de
los negocios en la política. Del mismo modo se supone, la izquierda es
representación política de los desposeídos y por lo mismo -también hemos de
suponer- sus miembros deberían estar alejados de los grandes centros financieros
y comerciales. Por eso la corrupción, cuando es cometida por alguien de
izquierda, es vista como algo anormal. Algo así como una monja en minifalda.
Si un dirigente de un partido de izquierda es sorprendido evadiendo
impuestos, sus propios correligionarios lo acusarán de ladrón. Pero si es de
derecha, sus seguidores dirán: solo cometió un “delito de caballeros”. ¿Cómo
sorprenderse si un hombre de negocios hace negocios, aún en la política?
Lo dicho contrasta con un hecho: La izquierda, al fin y al cabo, heredera
de las tradiciones liberales -cuando éstas se encontraban en antagonismo con
las tradiciones monárquicas, clericales y señoriales del patriciado
conservador- suele ser desde un punto de vista cultural más abierta al mundo
que la derecha.
La izquierda ha luchado en diferentes países por la educación laica, por la emancipación femenina (casi no hay feministas de derecha), por
los derechos de los homosexuales y lesbianas, por la libertad de culto, en contra de las represiones culturales, por
la legalización de la marihuana, por el divorcio, por la despenalización del
aborto, e incluso por el derecho a decidir sobre la propia vida en caso de
enfermedad terminal.
Para los sectores más rancios de la derecha, ser de izquierda sigue siendo
sinónimo de libertinaje. Fue esa la razón por la cual en el pasado reciente Berlusconi fue
vilipendiado por su propia gente. Si Berlusconi hubiera sido de izquierda sus
bacanales habrían sido simples pecados veniales. No ocurre así, sin embargo, en asuntos de dinero. Estando en juego el vil metal, la derecha es frívola, libertina,
anárquica. La izquierda por el contrario practicaba, o por lo menos fingía
practicar, cierta austeridad privada.
Quizás el gran éxito del desenfrenado exhibicionismo de modestia
escenificado por el ex presidente José Mujica se debe a que el hábil ex-presidente uruguayo
reivindicó para sí los ideales fundacionales anidados en el inconsciente
colectivo de las izquierdas existentes y reales.
Cuando aparecieron en Europa los primeros partidos socialistas, casi todos sus
dirigentes eran como José Mujica. Si no provenían de las clases trabajadoras,
rendían culto al trabajo y al trabajador. Tenía razón en ese punto el
historiador Ernest Gellner cuando en su libro Pflug, Schwert und Buch (Arado,
Espada y Libro) afirmó que la ética socialista fue la prolongación de la
ética protestante. Según esa tesis, Marx puede ser considerado como el último representante de la reforma
religiosa alemana. Pues así como los protestantes rendían culto al trabajo bien
realizado para alcanzar la gloria celestial, los socialistas rindieron culto al
trabajador (el proletariado), reencarnación humana del trabajo. Por eso el
ideal de vida material de los primeros socialistas era más bien puritano. A
ningún socialista de antaño habría pasado por la cabeza enriquecerse mediante
el ejercicio de la profesión política.
Si el culto al trabajador reactivó ideales religiosos entre las primeras
izquierdas, estos alcanzaron los umbrales del fanatismo cuando los trabajadores
fueron ideológicamente elevados a la categoría de clase mesiánica destinada a
conducir al mundo hacia el paraíso terrenal: el socialismo. A partir de ese
momento las diferencias entre izquierdas y derechas se convirtieron en
infranqueables. Mientras para esta última la política comenzaba y terminaba en
el presente, para las izquierdas, el socialismo no estaba en el presente sino
en un más allá histórico. El socialismo llegó a ser así una doctrina
teleológica. De este modo, si la derecha era religiosa, solo lo fue en materias
eclesiásticas. La izquierda socialista, en cambio, no siendo religiosa en
materias eclesiásticas, lo era en materias políticas. El reino político de la
izquierda socialista no estaba (todavía) en este mundo.
Y bien, mirando la diferencia desde un punto de vista más psicoanalítico
que político, el ser de la izquierda socialista se caracterizó por la introyección
de un inconmensurable Super-Nosotros. Ese Super-Nosotros -en equivalencia al
Super-Yo freudiano- hizo que el ser de izquierda desarrollara un notorio
complejo de superioridad con respecto a quienes no eran de izquierda.
Sin miedo a exagerar, en cada socialista o comunista latía la creencia de
ser un depositario de los designios de la historia. Hoy, recordando mis
experiencias juveniles con militantes comunistas, puedo asegurar que ellos
creían efectivamente ser superiores al resto del mundo. Algo así como “un
partido elegido”. Antropológicamente hablando, eran endogámicos. Se juntaban,
se amaban y se reproducían entre sí. Y hasta el más mediocre e ignorante creía
marchar por “el lado correcto de la historia”.
“El Partido tiene siempre la razón”, repetían los más tontos. “Prefiero
equivocarme con mi partido que tener la razón solo”, agregaban los más
“críticos". Los inteligentes –también los había- estaban dispuestos a
reconocer “grandes errores” de la URSS
o de Cuba (errores que casi siempre eran masas de cadáveres) pero siempre bajo
el supuesto de que los objetivos finales eran los justos. De este modo,
mientras los asesinados por las dictaduras de derecha eran mártires, los
asesinados por las dictaduras de izquierda eran simples “daños colaterales” en
la guerra contra el capitalismo mundial. El “hombre que aprende a ser como
Stalin” (Neruda) era, de acuerdo al absurdo narcisismo comunista, el punto más
acabado en la selección natural de la historia. Según la profunda alteración
superyoica de Che Guevara, el revolucionario era, a su vez, “el eslabón más
alto que puede alcanzar la especie humana” (sic).
Dicho en breve, la izquierda socialista construyó sus propios pedestales y
arriba se subió. Es por eso que aún ahora, varios años después del derrumbe del
comunismo y ya habiendo dejado detrás de sí los momentos más patológicos de su
historia, cuando alguien de izquierda es sorprendido en actos de corrupción,
cae estrepitosamente desde un alto pedestal. En cambio los corruptos de la
derecha no caen de ninguno. La derecha no tiene pedestales. Su reino, el
económico, es de este mundo.
¿Qué importa si los escándalos de Petrobras durante Rouseff, las evasiones
de impuestos, los lavados de dineros, las cuentas oscuras, los traspasos de fondos gubernamentales a particulares, en fin, toda esa inmunda corruptela
socialista sea una miga de pan duro si la comparamos con los escándalos
financieros de un derechista como Collor de Melo (1990- 1992)? Hay, empero, una
gran diferencia: Collor de Melo no se subió nunca a ningún pedestal. Su ideal
político era la economía, incluyendo la propia, y nada más. El lulismo en
cambio intentó presentarse como la representación política del pueblo en el
poder. Y ese pueblo ahora está cobrando la parte que le corresponde. Por eso elegieron a un Bolsonaro, rodeado de políticos ávidos de dinero y puestos públicos cuyo cometido será combatir la corrupción de la izquierda, representada no solo en políticos de manos sucias, sino también y sobre todo, en maricones, lesbianas, drogadictos y "progres". Los actos de corrupción en los que tarde o temprano se verán involucrados no los afectarán demasiado. Los de la derecha no se suben en pedestales y luego no tienen de donde caer.
Un caso aparte, muy aparte, lo representa el régimen venezolano.
Prácticamente no pasa una semana sin que un miembro de gobierno no se vea
involucrado en algún acto de manifiesta corrupción. A la vez, tanto Chávez como
Maduro han sido los presidentes que con más énfasis han apelado a los
abstractos valores del socialismo, los únicos que han actuado como si el muro
de Berlín aún siguiera ahí, los que jamás se cansaron de hablar del “hombre
nuevo”, como si Che Guevara estuviese todavía luchando en las selvas de
Bolivia.
Es, por un lado, el gobierno más super-nosótrico de América Latina. Pero,
por otro –notable asimetría– es también el más corrupto. Así, mientras aumenta
el número de personeros y ayudistas del chavismo involucrados en negocios
turbios –blanqueos de capitales, grupos vinculados a la droga, cuentas
millonarias en bancos del “imperio”, inmensas fortunas acumuladas en los bancos
de Andorra y Madrid- más crece el
ímpetu de la falsa retórica socialista y antiimperialista del mandatario
Nicolás Maduro. No hay estadística que lo compruebe, pero si la hubiera, el de
Maduro no solo sería el gobierno más corrupto. Sería, además, el más grotesco
del continente.
Si la monja del socialismo latinoamericano luce minifalda, la del
socialismo venezolano yace en bikini. Maduro ha logrado –parafraseando a
Proudhon y a Marx– convertir a la ideología de la miseria en la miseria de (su
propia) ideología. Nadie en verdad ha desacreditado tanto a la idea del
socialismo como lo ha hecho el gobierno venezolano. Quizás –¿quién sabe?- esa
ha sido su misión histórica. Dios, así se dice, escribe con letras torcidas.
Los múltiples casos de corrupción que acosan a diversos gobiernos de
izquierda traen consigo, aunque parezca irrisorio decirlo, algunos mensajes
positivos. Uno de ellos es que a través de su expansión comienza a demostrarse
que ya no existe ninguna diferencia radical entre las izquierdas y las
derechas. La corrupción, en efecto, no es consustancial a una determinada
doctrina o ideología política. Pero sí lo es a esa criatura falible que es el
ser humano.
La conclusión puede ser pesimista pero a la
vez optimista. Pesimista, porque ni la ideología más perfecta del mundo va a
servir para limitar el deseo de corrupción que anida en la especie. Optimista,
porque esa misma conclusión nos lleva a salir del terreno ideológico y entrar
al de la reflexión sobre el significado de las instituciones públicas.
No grandes ideologías son las que necesitamos pero sí instituciones inteligentes
que permitan, si no frenar los desmanes, por lo menos vigilar los actos de los
políticos. Transparencia, publicidad, independencia de poderes, en fin,
democracia plena, han probado ser las más efectivas armas en contra de la
corrupción.
La política no se hizo para realizar misiones meta-históricas sino para
resolver problemas reales y concretos en el espacio ciudadano de cada nación.
Uno de esos problemas es la corrupción, sea de la derecha o de la izquierda. No
atender ese problema en nombre de un imaginario “más allá”, puede llevar a algo
mucho peor que la corrupción de los políticos. Sí: me refiero a la corrupción
de la propia vida política. Eso sería fatal. Desde los escombros de la política
asoman siempre las cabezas de los más grandes demagogos.