La filosofía
política debe a Carl Schmitt, el destacado jurista alemán, haber clarificado en
términos precisos el concepto de enemigo político como eje de “El Concepto de
lo Político”, su más divulgado libro. Tanto fue así que, pese a que durante un
corto periodo prestó servicios al nazismo, Schmitt ha sido estudiado con
interés por filósofos judíos, entre otros Jacob Taubes y Jacques Derrida, e
incluso por (post) marxistas como Chantal Mouffe y Ernesto Laclau.
Schmitt,
profundamente cristiano, sitúa a la enemistad política en el espacio de la
agonía, es decir, de la lucha entre contrarios que en el cristianismo, como en
toda religión, se da entre las representaciones del bien y del mal pero en
política entre entidades que se niegan entre sí.
En la política y en
la guerra, argumenta Schmitt, hay que derrotar al enemigo. Pero a diferencias
del soldado, quien combate ocasionalmente, el político debe combatir siempre
porque una política sin enemigos no es política. Al revés, mientras más alto es
el grado de enemistad política (es decir de antagonismo) más política será la
política. Así se explica por qué Schmitt se pronunció en contra del
parlamentarismo y del liberalismo. Tanto en el uno como en el otro veía el
peligro de la disolución de la política a través del consenso y del compromiso.
Por esa mismo motivo Schmitt declaró su admiración a Lenin, para él un terrible
enemigo político.
En política, lo
dice el mismo Schmitt, el enemigo no es a quien se odia sino alguien opuesto al
ser de uno, alguien que no deja hacer lo que uno quiere hacer. La enemistad
política, en consecuencias, no es enemistad personal, pero sí es –esto es lo
importante- existencial.
No todos los
políticos que practican una política basada en la enemistad caben en el
concepto schmittiano de enemistad. El enemigo según Schmitt, al ser
existencial, debe ser visible y tangible. No puede ser inventado, mucho menos
abstracto y en ningún caso universal. Esa es la razón por la cual Schmitt nunca
fue antisemita. El enemigo de Hitler, el pueblo judío, no podía ser para
Schmitt un enemigo político.
Hay en la política
dos tipos de enemigos: el enemigo existencial al que hay que derrotar y el
enemigo patológico, el cual es no es derrotable. Para poner un ejemplo, un
europeo puede decir, Putin es mi amigo o enemigo por su política en Ucrania.
Pero si dice, Putin es mi amigo o enemigo porque representa el alma rusa, o
porque es la reencarnación de Stalin, estamos hablando de un enemigo irreal
porque el alma rusa, al ser abstracta y Stalin al ser un muerto, son imposibles
de derrotar. Para que el enemigo sea enemigo debe ser posible de derrotar, de
otra manera no puede ser un enemigo.
Siguiendo la idea
de la enemistad política schmittiana, es posible deducir que quienes inventan enemigos
irreales o universales solo buscan destruir el juego político. Es el caso por
ejemplo de los gobernantes que se declaran anti-capitalistas o
anti-socialistas.
Tanto el
capitalismo como el socialismo son conceptos que pueden significar muchas
cosas. En cualquier caso, quienes declaran una enemistad sistémica a un concepto
bloquean la práctica política basada, como ha sido dicho, en entidades
existentes y no imaginarias.
Pongamos el caso
del gobernante anti-capitalista. Ese gobernante sabe que él no va a derrotar al
capitalismo. Pero a la vez sabe que, mientras exista capitalismo, su poder
estará justificado. El capitalismo por lo mismo no es su enemigo sino la razón
que necesita para legitimar su poder. A la inversa sucede igual. El anti-
socialista necesita del socialismo –independientemente a que se trate del
sueco, del indigenista de Evo, o del genocida de Pol Pot- para justificar y
prolongar el ejercicio de su poder.
Ocurre lo mismo con
los islamistas. Cuando cortan la cabeza de algún infortunado, no castigan –lo
creen así- a un hombre de carne y huesos sino a una representación de
Occidente. Hay por lo tanto que desconfiar de todos quienes dicen luchar en
contra de enemigos abstractos, sea una raza, el capitalismo, el socialismo, el
occidente o el oriente. Podríamos decir incluso que mientras más abstracta es
la configuración del enemigo, más notorias son las intenciones anti-políticas
del configurador. A la inversa, mientras más concreto (visible, tangible) es el
enemigo, más alto es el grado de politicidad que encierra un conflicto.
Fue el mismo
Schmitt quien advirtió los propósitos ocultos que se esconden detrás de los
enemigos abstractos y/o universalistas. Cuando alguien por ejemplo afirma
actuar en nombre de la humanidad, sitúa al enemigo fuera de la humanidad y así
obtiene un pasaporte para asesinarlo cuando se presente la ocasión. “Humanidad
–dictaminó Schmitt– es bestialidad”.
Verdad preocupante.
Cuando uno pensaba que en la civilizada Europa la construcción de enemigos
abstractos era un hecho perteneciente al pasado, ha aparecido el partido
español Podemos, declarando una lucha abierta en contra de “la casta” (los
políticos).
Si Podemos hubiese
planteado su enemistad política en contra de determinadas prácticas del PP o
del PSOE, no merecería ninguna objeción. Está en su derecho. Pero la “casta” no
es una entidad política. No es intercambiable. Se es de una casta o no.
En el mundo de las
castas hay, además, castas impuras. Mediante esa operación, los de Podemos (al
fin y al cabo discípulos de Chávez quien luchaba contra otro gran enemigo
abstracto, “el imperio”) se autodefine como portador de la pureza política
absoluta en contra de la casta impura.
Hay que desconfiar
de quienes no tienen enemigos. Es cierto. Pero hay que desconfiar más de
quienes construyen enemigos. En el campo político la invención del enemigo es
el primer escalón que lleva a la destrucción de la política la que, para serlo
–en ese punto no veo como contradecir a Schmitt- necesita de enemigos concretos
y existentes. Y, si es posible, con nombres y apellidos.
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