Sin entrar en el terreno de las grandes definiciones, deberíamos al menos ponernos de acuerdo en un punto; y es el siguiente: El concepto de sociedad no alude a un objeto del deseo de la sociología, ni tampoco es un sinónimo de nación, ni mucho menos se refiere al conjunto de la población de un país. El concepto de sociedad tiene que ver con la existencia de asociaciones.
1.
Donde no hay asociaciones no puede haber sociedad. Y si consideramos que la mayoría de las asociaciones son económicas, culturales y políticas, podemos deducir que la sociedad no puede solo ser objeto de estudio de la sociología. Por ejemplo, cuando nos referimos a las asociaciones políticas aludimos a la organización política de una nación. De ahí la importancia de precisar a cual franja de la sociedad nos estamos refiriendo, a menos que optemos por convertir a la palabra sociedad “en una dama para todo servicio”.
La sociedad es el
espacio en donde las asociaciones establecen relaciones entre sí, las que
pueden ser incluso, antagónicas. Es el caso de las llamadas luchas de clases.
Las luchas de clases suponen una relación entre clases. Una relación negativa
si se quiere, pero relación al fin.
No puede haber
lucha de clases sin clases y no puede haber clases sin organizaciones de clase.
Las clases existen a través de sus organizaciones (representaciones). No
existiendo organizaciones de clases, no hay clases.
Ahora, si la
población de un país no está organizada en clases, la población vive en estado
de masa no orgánica. Luego, la masa es la población en estado social no
orgánico (pre-, anti- o a-social) Las clases, en cambio, reitero, son sus
propias organizaciones. No hay clase en sí ni clase para sí, como imaginaba el
Marx hegeliano (“Miseria de la Filosofía”). Una clase es para sí o no es clase.
Por más aguda que
sea en un momento la lucha de clases, las clases, al estar representadas por
organizaciones configuran la estructura de una sociedad. Luego, cuando no hay
organizaciones de clase, no solo no hay clases, tampoco hay, en sentido
estricto, sociedad. Y bien, allí donde no hay sociedad están dadas las
condiciones para que el Estado ocupe todos los espacios de la vida social y
política. Es por eso que la masificación de “lo social” es la condición
primaria de los llamados estados totalitarios (tesis de Hannah Arendt).
En una nación cuya
población no está organizada en clases, la relación que establece el Estado con
la población es la de Estado-masas. De ahí que Hannah Arendt al analizar al
fenómeno totalitario (“The Origins of Totalitarianism”) destacó que este
siempre es precedido por una alianza entre determinadas elites y la “chusma”
(Mob). Así Arendt amplió conceptualmente la relación entre los movimientos
sociales inorgánicos y el establecimiento de una dictadura, hecho ya destacado
por Karl Marx cuando analizó el rol del “proletariado andrajoso”
(Lumpenproletariat) durante la revolución frustrada de París, en 1848.
No sería quizás
errado afirmar que una dictadura, totalitaria o no, suele ser precedida por
movimientos de masas a los cuales hoy día denominamos populistas, aunque
también debemos agregar que no todo populismo termina en una dictadura. El
populismo es una forma de integración política de masas alrededor de un
caudillo mesiánico (no existe movimiento populista sin caudillo populista). Por
lo mismo, todo régimen populista porta consigo una ambivalencia. Por una parte
integra las masas al Estado, pero por otra, destruye o bloquea a las
organizaciones horizontales que conforman una sociedad.
Bajo un Estado
populista, la sociedad organizada en clases tiende a desaparecer. Pero el
derrumbe de la sociedad clasista no lleva a la igualdad sino a la
desintegración social. Cuando la desintegración no conduce a un nuevo tipo de
integración para-estatal (estalinista o fascista) y se mantiene en el tiempo,
podemos utilizar el concepto acuñado por Durkheim: anomia, equivalente a
una sociedad en proceso de desintegración. La llamada sociedad de masas es, por
lo tanto, una forma de anti-sociedad.
Es importante
destacar que la relación entre sociedad de clases y anti-sociedad de masas no
sigue un curso histórico progresivo. Una sociedad de clases puede ser precedida
por una anti-sociedad de masas. Pero a la inversa, una sociedad de clases puede
ser destruida y llevada a convertirse en una anti-sociedad de masas.
Cabe destacar que
los totalitarismos del siglo XX, sobre todo el nazi y el soviético, se
erigieron sobre la base pero también sobre la negación de una sociedad
clasista. La diferencia es que el nazi surgió desde un comienzo como un
movimiento no clasista. En cambio, el soviético surgió como un movimiento
clasista (alianza de obreros y campesinos). El punto común –sobre eso insistió
Hannah Arendt- fue que ambos totalitarismos destruyeron a las organizaciones
independientes de campesinos, empresarios y obreros, verticalizando al orden
social e integrándolo al Estado. El totalitarismo –este es el punto clave-
aparece cuando la anti-sociedad de masas es ocupada por el Estado. Esa es la
razón por la cual no toda dictadura es totalitaria.
Hay pues una
relación indirecta entre un orden político y un orden social. Algunos ordenes
políticos favorecen el desarrollo de una sociedad estructurada en clases; otros
lo inhiben. El curso de las revoluciones madres de la modernidad, la norteamericana
y la francesa, así lo demuestra. Mientras la de los EE UU surgió como una
revolución republicana no democrática, vale decir, con exclusión del pueblo
(masas), la francesa surgió de una revolución de masas (en cierto modo fue la
primera revolución populista de la historia). El camino que ambas recorrieron
fue, por lo mismo, inverso.
La revolución
norteamericana continuó ampliándose en la medida en que incorporaba a la masa
no organizada (sobre todo a los esclavos) bajo el formato de clases (trabajadores
asalariados). La francesa, en cambio, construyó una nación de clases aplastando
a las masas que habían dado origen a la propia revolución. Ahí reside la
notable diferencia que observó Alexis de Tocqueville (“La Democracia en
América”) entre el autoritarismo republicano de los franceses y la orientación
republicana– democrática de los norteamericanos. Ambas revoluciones fueron
republicanas (anti-monárquicas). Pero mientras la república de los
norteamericanos excluía a la masa, la francesa la incorporó desde un comienzo
para excluirla después (periodo napoleónico). Ambas llegaron a ser, por
distintas vías, repúblicas democráticas.
Importante será
destacar entonces la diferencia entre república y democracia, pues si bien toda
democracia surge de una república, no toda república posee de por sí un
carácter democrático. Baste solo observar como en la ONU las repúblicas no
democráticas constituyen una gran mayoría.
El concepto de
república tiene una connotación más jurídica que social. Señala en primera línea
la constitución de un orden civil regido por un Estado sustentado en el derecho
público. La democracia en cambio es un fenómeno social: señala la incorporación
del pueblo, ya sea en la forma de masa, ya sea en la forma de clases, al orden
republicano. Hay, por lo mismo, repúblicas democráticas y otras que no lo son.
La incorporación
del pueblo a la cosa pública fue considerada por la filosofía política clásica
–desde Aristóteles hasta Kant- como una alternativa muy indeseable. Por cierto,
para esa filosofía el pueblo no eran las clases populares sino la plebe, es
decir, las masas. Recién la filosofía política de los filósofos
contractualistas (Hobbes, Locke y Rousseu) incorporó a la noción de pueblo como
un determinante político, abstracto sí, pero político.
Al comenzar el
siglo XXl ya es posible constatar que pese a la oposición de los grandes
filósofos de la política, “la rebelión de las masas” ha tenido lugar en casi
todo el mundo occidental y en diferentes países esas masas han terminado por
ser transformadas en clases al interior de diversos ordenes republicanos. Esa
es la razón por la cual la teoría de la lucha de clases del marxismo clásico
solo podía tener lugar bajo un orden republicano post-clasista. El proletariado
del marxismo es antes que nada una clase situada por sobre y no al lado de la
masa no orgánica, sea esta llamada plebe, lumpen o chusma.
Al llegar a este
punto recuerdo un día de mi juventud cuando leyendo los discursos de Luis
Emilio Recabarren, fundador del PC chileno, me encontré con esta frase:
“Nosotros, los trabajadores, los mejores representantes de la clase media
chilena”. Recabarren tenía razón.
En muchos países
“el proletariado” no está situado en el último peldaño de la escala social. Al
contrario de lo que pensaba Marx, se trata de una clase que sí tendría mucho
que perder –y de hecho ha perdido mucho- con una revolución de masas, entre
otras cosas, sus propias organizaciones de clase. De este modo los marxistas
que han sustituido el concepto de clase por el de pueblo (Fidel Castro) o por
el de plebe (García Linera) o por el de “multitud” (Hardt y Negri) o por el de
“casta” (Pablo Iglesias) no son, en sentido riguroso, marxistas. Mas bien son
populistas vestidos con ropaje marxista. El de ellos es solo un
“marxismo-andrajoso”.
2.
Las clases social y políticamente organizadas han llegado a ser en la mayoría de los países europeos los ejes en torno a los cuales gira la llamada sociedad. Los trabajadores industriales –el proletariado de Marx- han pasado a ser en Europa miembros, si no privilegiados, por lo menos insustituibles del orden político. La obtención de ese rango no ha sido por cierto un regalo del cielo. Ha sido más bien el resultado de una larga trayectoria signada por luchas de clases, a veces muy violentas.
Las clases social y políticamente organizadas han llegado a ser en la mayoría de los países europeos los ejes en torno a los cuales gira la llamada sociedad. Los trabajadores industriales –el proletariado de Marx- han pasado a ser en Europa miembros, si no privilegiados, por lo menos insustituibles del orden político. La obtención de ese rango no ha sido por cierto un regalo del cielo. Ha sido más bien el resultado de una larga trayectoria signada por luchas de clases, a veces muy violentas.
La economía social
de mercado y el “estado social” no son modelos sociológicos. Son conquistas
sociales alcanzadas por los trabajadores políticamente organizados de Europa.
Sin embargo, el orden clasista democrático no es irreversible. La
desintegración de la sociedad de clases y su sustitución por una anti-sociedad
de masas es y ha sido una posibilidad latente. Quizás la prueba más notoria de
esa posibilidad fue la caída de Alemania en la anti-sociedad de masas construida
por los nazis.
Antes de la llegada
del nazismo la sociedad alemana era considerada un modelo de integración
social. Las corporaciones y gremios estaban muy bien estructurados. El poder de
los sindicatos obreros era muy grande. Los socialdemócratas y los comunistas
eran partidos de clase muy organizados y las competencias del Estado en
materias económicas y sociales funcionaban de modo óptimo hasta el punto de que
los servicios de seguro social eran considerados los mejores del continente.
Incluso el correo alemán era visto por Lenin como un modelo de socialismo.
¿Cómo y por qué una
nación socialmente organizada pudo convertirse de la noche a la mañana en una
nación de masas? La respuesta no solo la vamos a encontrar en el terreno
puramente económico –por muy aguda que haya sido la crisis de 1929-. Esa
respuesta hay que buscarla más bien en el espacio político.
Si bien es cierto
que una crisis económica puede provocar una crisis política, no es menos cierto
que una crisis política puede llevar a una crisis social. En cierto modo la
existencia de un orden social es dependiente del orden político pues es este el
que da formato al orden social. Esa es la razón por la cual los historiadores
que se han ocupado de analizar el ascenso del nazismo coinciden en un punto:
ese ascenso fue posible gracias a la profunda crisis política que hundió a la
República de Weimar nacida en 1922. Esa fue, a la vez, la crisis del orden
republicano. O dicho de otro modo: la crisis que precedió a la llegada del
nazismo no solo fue una crisis política sino una crisis de la política.
La crisis del orden
republicano llevó en Alemania al desmoronamiento de la sociedad de clases, a la
desconexión de las asociaciones sociales entre sí y con el Estado, a la
desintegración de la cultura política e incluso a la corrupción espiritual de
los más grandes pensadores de Europa. Gracias a esa crisis, el nazismo pudo
emerger con un discurso dirigido no en contra de un determinado partido sino en
contra de toda la clase política. Destruida esa clase política, los espacios
políticos quedaron desocupados para que sobre la ruina de la sociedad de clases
los nazis edificaran una anti-sociedad de masas.
Volvamos ahora al
siglo XXl: El hecho objetivo es que, como ocurrió durante la era fascista, en la
mayoría de los países europeos se observan hoy signos, no de crisis política
sino de crisis de la política. Porque al igual que los fascismos de
ayer, los populismos del siglo XXl apuntan en contra del conjunto de la clase
política. Dicho en la demagógica expresión de el líder de Podemos, Pablo
Iglesias, ellos están en contra de “la casta”.
Eso es lo realmente
preocupante: Los nuevos populismos europeos son también, como el populismo
fascista de ayer, portadores de un abierta agresividad en contra del conjunto
del orden político. Son, en el sentido exacto del término, revolucionarios. No
están en contra de un partido o de una clase: están en contra de todo el
sistema político. No nos equivocaríamos entonces si afirmamos que estamos
viviendo una nueva arremetida de los representantes de la anti-sociedad de
masas dirigida en contra de los soportes políticos de la sociedad de clases.
3.
Los nuevos populismos han aparecido en el periodo de transición que se extiende entre la “sociedad post-industrial” (Touraine) y la todavía no bien constituida “sociedad digital”. Esta última, como es sabido, es extremadamente ahorrativa de fuerza de trabajo y no todos los contingentes que expulsa la producción industrial han pasado a formar parte del nuevo “proletariado digital”. El paro, en su forma oculta, es muy superior al que muestran las estadísticas. Si a ello agregamos el crecimiento del trabajo informal, las ocupaciones precarias y sobre todo, ese ejército proletario de reserva formado por trabajadores extranjeros (en su gran mayoría provenientes de países islámicos) puede entenderse perfectamente por qué, tal como ocurrió en los años treinta, la inseguridad y el miedo sean las tónicas de la cultura política europea de nuestro tiempo. Y bien, gracias a ese miedo social flotante, crecen los nuevos populismos. Ha sonado la hora de los demagogos, de los predicadores del odio, de los profetas sociales redentores y de los partidos mesiánicos.
Los nuevos populismos han aparecido en el periodo de transición que se extiende entre la “sociedad post-industrial” (Touraine) y la todavía no bien constituida “sociedad digital”. Esta última, como es sabido, es extremadamente ahorrativa de fuerza de trabajo y no todos los contingentes que expulsa la producción industrial han pasado a formar parte del nuevo “proletariado digital”. El paro, en su forma oculta, es muy superior al que muestran las estadísticas. Si a ello agregamos el crecimiento del trabajo informal, las ocupaciones precarias y sobre todo, ese ejército proletario de reserva formado por trabajadores extranjeros (en su gran mayoría provenientes de países islámicos) puede entenderse perfectamente por qué, tal como ocurrió en los años treinta, la inseguridad y el miedo sean las tónicas de la cultura política europea de nuestro tiempo. Y bien, gracias a ese miedo social flotante, crecen los nuevos populismos. Ha sonado la hora de los demagogos, de los predicadores del odio, de los profetas sociales redentores y de los partidos mesiánicos.
Lo más probable es
que los nuevos populismos han llegado para quedarse. El punto de no retorno
aparece cuando los populistas no ocupan solo espacios vacíos de la política,
sino cuando reciben el apoyo de sectores hasta hace poco clientes tradicionales
de los partidos de la sociedad de clases. Es sabido, por ejemplo, que una parte
importante del electorado que ayer votaba por los comunistas, vota hoy por el
Frente Nacional en Francia. En Grecia, Syriza creció sobre la ruina del PASOK.
Podemos recibe emigrantes de la Izquierda Unida y del PSOE. Incluso en Alemania
una encuesta reveló que en la clientela socialdemócrata existía más simpatía
hacia los xenófobos de AFD que entre los conservadores socialcristianos.
Que en
España el populismo social de Podemos y el populismo nacional deVOX ocupen espacios políticos que ya no pueden ocupar
partidos tradicionales (conservadores y socialdemócratas), podría ser
considerado como una posibilidad de renovación del espectro político,
argumentan algunos especialistas. Al fin y al cabo ningún conjunto de partidos
tradicionales puede reclamar para sí el monopolio de toda la política. Puede
incluso que ocurra lo mismo que con los movimientos estudiantiles sesentistas
cuando algunos de sus militantes pasaron a integrarse cómodamente en partidos
políticos post-modernos e incluso en otros más tradicionales. Puede ser, nada
está excluido. Pero eso no impide observar con preocupación los rasgos comunes
que unen a los nuevos populismos, sean estos “de izquierda” o “de derecha”:
Todos son anti-europeistas, todos miran con simpatía hacia la Rusia de Putin,
todos despotrican en contra del conjunto de la clase política, todos en fin,
son portadores de la promesa de una anti-sociedad de masas.
La Europa del siglo
XXl deberá mostrar si las reservas democráticas acumuladas desde los comienzos
de la post-guerra conforman un dique suficientemente sólido para contrarrestar
los embates de la nueva ola populista. Más no se puede decir por el momento.
Estamos situados en el justo medio de una antigua disyuntiva. Y esa se extiende
entre la sociedad de clases y la anti-sociedad de masas.
El presente artículo ha sido construido sobre la base de otro pubicado en 2016 bajo el título La Disyuntiva
El presente artículo ha sido construido sobre la base de otro pubicado en 2016 bajo el título La Disyuntiva