Si nos tomamos el trabajo de analizar algunos de los cientos de libros
y artículos escritos sobre populismo (podría ser fascismo, comunismo o
cualquier ismo) encontraremos múltiples tipologías y, por supuesto, modelos.
Rara vez el fenómeno es analizado a partir de la persona populista. Pero si
partimos de una premisa elemental, la de que no ha habido nunca un movimiento
populista sin caudillo populista, dicha omisión no puede ser más absurda. Sin caudillo populista
no hay, efectivamente, populismo. El populismo es en primera y última
instancia, caudillismo.
Para precisar: Cuando escribo caudillo no estoy hablando
de un simple dirigente. El caudillo es un personaje épico, es decir, un ser
rodeado de una leyenda con profundas raíces hundidas en la imaginación popular.
No se trata de alguien carismático en sentido weberiano,
esto es, de alguien dotado de poderes que provienen de una remota tradición.
Basta solo que su épica sea reconocida por la historia oficial de una nación.
¿Ejemplos?: Lenin, 1917, regresando a Rusia desde Alemania en un tren blindado;
Mao, 1935, encabezando una “larga marcha” de campesinos; Fidel Castro, 1956,
desembarcando del Granma con sus apóstoles mal armados; Lula, 1975, el
sindicalista organizando al proletariado automotriz de Sao Paulo; Walesa, 1980,
el electricista saltando las alambradas de los astilleros de Gdansk. Esos son
personajes épicos. La épica ha sido en no pocas ocasiones la base de la
política caudillista.
La política, sobre todo la fundacional, no puede
prescindir de momentos populistas y el populismo no puede prescindir del
caudillismo épico. Así nos explicamos por qué el populismo matriz de la
historia latinoamericana, el peronismo, surgió de la épica de un matrimonio
feliz. A un lado Juan Domingo, el oficial encarcelado en la isla Martín García
por militares oligarcas (1945) y después liberado gracias al pueblo redentor
reunido en la Plaza de Mayo. Al otro, Evita, la linda copitenera que desde el
gobierno se transformó en la “virgen de los pobres”.
El ejemplo peronista ha sido emulado por los populistas
del siglo XXl. Evo, si se hubiera presentado como lo que era, un simple dirigente
cocalero, no habría ganado jamás una elección. Pero al hacerlo en
representación de la indianidad boliviana se transformó en un político
invencible. Daniel Ortega, uno de los gobernantes más corruptos del continente,
vive todavía de la renta de su pasado guerrillero. Hugo Chávez también
construyó con talento su épica. El sangriento intento de golpe de 1992 con el
cual inició su vertiginosa carrera es celebrado por sus huestes como el inicio
de la gesta que pondría punto final a la Cuarta República.
A la inversa, el mismo ejemplo venezolano muestra con
claridad el destino de la épica cuando esta es montada sobre la base de un
personaje carente de épica. Me refiero al caso del gobernante Nicolás Maduro, a
diferencias de Chávez, un anti-épico radical.
Maduro no ha logrado construir una épica. En términos de
Maquiavelo, su presidencia es hija de la fortuna y no de la virtud. Nunca ha
librado una batalla, jamás ha realizado un gesto heroico. Incluso su intento de
aparecer como el “primer presidente obrero” fracasó, entre otras cosas porque
jamás dirigió -quizás nunca participó- en una huelga. Fue un subalterno, un
hombre de partido, un segundón. Un caudillo no lo fue ni lo será. Problema
grave para el chavismo. Pues si el populismo solo puede funcionar gracias a la
existencia de un caudillo épico, el destino del chavismo bajo Maduro será
fatal.
En un leve lapso, el de Maduro, el chavismo ha sufrido
una profunda mutación. Ya no es un movimiento social y el gobierno populista ha
pasado a ser un gobierno militar pretoriano, uno más de los tantos que han
arruinado la democracia en América Latina.
La épica, por el contrario, la están gestando los actuales líderes de la oposición. Leopoldo López, Lilian Tintori, María Corina
Machado. Henrique Capriles a su vez, quien ha realizado campañas electorales
épicas, no haciendo marchas grandiosas, se solidariza día a día con los pobres en una actividad febril hecha desde la
“Venezuela profunda”, una que desde la Plaza Altamira no se puede ver. Esa épica es otra épica: no es espectacular, pero a la larga será muy efectiva .
Por supuesto, la épica no basta para la gestación de un
gran movimiento social. Perón o Chávez tuvieron éxito porque conectaron su
épica personal con las demandas de los más pobres dándoles a ellos un sentido
simbólico de poder. Eso quiere decir: la épica de los líderes de la oposición
venezolana solo tendrá éxito si logran el apoyo de gran parte de ese pueblo que
ayer siguió a Chávez y luego enfilan todos unidos hacia la próxima batalla: la
conquista de la Asamblea Nacional. Si eso no ocurre, esos líderes serán
personas heroicas, pero no históricas.
La diferencia no es leve: la historia oficial de todos
los países está plagada de héroes derrotados. En la historia política, en cambio,
la heroicidad por si sola no cuenta. No todos los héroes hacen historia.