Casi todos los días se cumple el aniversario de la muerte de algún escritor
célebre. Pero a algunos los recordamos más que a otros. No quiero decir que
esos escritores hubieran escrito para la posteridad. Por lo demás, quien
escribe para la posteridad tiene que estar muy dominado por la idea de la
muerte pues la posteridad no existe para nadie que esté vivo. La posteridad es solo una hipótesis. Pero sí hay
algunos, y a esos perteneció Albert Camus, a quienes podemos comprender mejor
después que han abandonado este mundo. Creo advertir la razón:
Camus leyó mejor que muchos en las líneas de su tiempo letras que
alcanzaron nitidez solo después de su muerte. Pero las leyó en su
tiempo, durante su vida, debatiendo y discutiendo con sus pares e impares.
Porque hoy día, ya varios años después de que fueran revelados los millones de
crímenes cometidos en la ex Unión Soviética, después de la caída estrepitosa
del Muro de Berlín, de que China se convirtiera en la segunda potencia
capitalista (otros dicen, la primera) del planeta, de que en Cuba y
Corea del Norte "la dictadura del proletariado" se encuentre representada por oprobiosas dinastías, del colapso de los
"socialismos militares" del mundo árabe, y de las humillaciones
a que somete la pandilla militarista de Maduro y Cabello a todo lo que parezca
oposición en Venezuela, en fin, después de todo eso y mucho más que no pudo
presenciar Camus, poner en tela de juicio la lógica de la razón revolucionaria
dista de ser un despropósito. Al contrario. Mas bien cabe preguntarse acerca de
la integridad espiritual de quienes todavía la defienden.
Estoy hablando, para que no haya equívocos, de la misma desintegración
espiritual de quienes defendieron a la dictadura de Franco como un medio para
alcanzar "la república integrista cristiana". O de las atrocidades
cometidas por los EE UU en Vietnam en nombre de "el sueño
americano"". O de quienes todavía ven en los antropófagos dictadores
militares sudamericanos, demiurgos de una "revolución
restauradora". Estoy hablando, si alguien no ha entendido, en contra
de esa lógica que lleva a justificar a cualquier medio en nombre de un
imaginado fin. De los que desvalorizan la existencia en aras de un objetivo suprahistórico.
De los que al perseguir el futuro destruyen el presente. De los que se creen
dueños, nadie sabe con qué derecho, de la razón de la historia. De los hombres
nuevos y, por cierto, de sus dementes fabricantes.
Camus habría dicho: estoy hablando en contra de quienes usurpan el
significado de la rebelión en nombre de la revolución. Dos palabras -rebelión y
revolución- hasta Camus casi sinónimas y que hoy sabemos gracias entre otros a
Camus, son antónimas. Pues si bien una revolución puede comenzar con una
rebelión, la revolución, mientras más se prolonga en el tiempo termina por convertirse en la negación de toda rebelión.
Para Camus la rebelión es un "no". La revolución, en cambio, es
un "sí". Negación y afirmación explicada en su célebre "El
Hombre Rebelde" "¿Qué es un hombre rebelde?" -preguntaba Camus-.
Su respuesta fue concluyente: "Un hombre que dice que no"
(p.17).
El motivo que lleva al pronunciamiento del no, no es uno solo. Tampoco está
inscrito en algún lugar de la historia, como llegó a postular Hegel. Pero sí tiene,
para Camus, un sentido ontológico. Uno que va más allá de Hegel para quien el
sí y el no son constitutivos de una trinidad dialéctica que es a la vez la
unidad del pensamiento (La afirmación,
la negación, la negación de la negación).
Hegel se preguntaba en su Fenomenología del Espíritu ¿Por qué el
esclavo no se libera de su amo? La pregunta de Camus era en cambio otra: ¿Por qué un esclavo que nunca ha intentado liberarse, es decir, por qué
alguien que ha dicho siempre sí, dice de pronto no? El no en ese sentido surge de la gota de agua que colma el vaso. Es el punto imprecisable que marca la no soportabilidad de la
negación de uno por el ser del otro.
Ese no del esclavo rebelde es por eso un sí dicho por el ser a sí mismo. Mas, no es
un sí a una sociedad sin esclavos, ni a un nuevo modo de producción, ni
siquiera a un "mundo mejor". Es simplemente un no a quien, hombre de
carne y hueso, lo desconoce en su propio ser. Puede surgir de un latigazo de
más -o de un pan menos, o de un insulto innombrable- el impulso que lleva al
esclavo en un momento determinado a matar al amo. No es en todo caso un acto
que surja de la reflexión. Más bien, como lo explicaba Camus, ocurre al revés:
la reflexión surge del acto mortal. O dicho así: La negación es la primera
condición del pensamiento pues el pensamiento proviene de una
fundamentación y no se puede fundamentar lo que todavía no ha sucedido.
Antes del acto que surge de la negación no hay nada que fundamentar. "En nuestra prueba
cotidiana" -argumentaba Camus- la rebelión desempeña el mismo papel que el
"cogito" en el orden del pensamiento; es la primera evidencia. Pero
esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lazo común que funda en
todos los hombres el primer valor: Yo me rebelo, luego nosotros somos" (p.
25).
Este acto negativo del ser
no proviene, por lo tanto, de ninguna moral establecida, de ningún código legal
y mucho menos de una filosofía. Se trata simplemente de un ser que desea ser reconocido por otro ser que no lo deja ser.
Cuando las multitudes de
1989 desafiando a guardias armados saltaron el muro de Berlín -es un
ejemplo- no pensaban en crear un orden histórico superior. Simplemente saltaron
el muro obedeciendo al impulso corporal de quienes quieren entrar en el espacio común que por derecho pre-constitucional les pertenece, en este caso la nación común. Esa es la diferencia con la revolución
cuyos actos son siempre pre-meditados. Según Camus: "Mientras que la
historia, incluso la colectiva, de un movimiento de rebelión es siempre la de
un compromiso sin salida en los hechos, de una protesta oscura que no
compromete sistemas ni razones, una revolución es una tentativa para modelar el
acto sobre una idea, para encuadrar al mundo en un marco teórico. Por eso es
que la rebelión mata hombres, en tanto que la revolución destruye a la vez
hombres y principios" (p. 101).
Eso significa también:
mientras una revolución convierte a un sujeto en un objeto, la rebelión
convierte al objeto en un sujeto. Razón por la cual, mientras en algunas
rebeliones hay muertos, las revoluciones convierten a la muerte en un sistema.
En la rebelión la muerte del otro es consecuencia de un acto no pensado. En la
revolución en cambio, se trata de homicidios sistemáticos; de asesinatos
deliberados.
Dicho con Camus: "la
mayoría de las revoluciones adquieren su forma y su originalidad en un
asesinato. Todas o casi todas han sido homicidas" (p. 150). O más preciso
aún: “En la época de la negación podía ser útil interrogarse sobre el problema
del suicidio. En la época de las ideologías (y no hay revolución sin ideología
revolucionaria, FM) hay que ponerse en reglas con las del asesinato"
(p.150).
La muerte (o simplemente la
negación gramatical) del otro en las revoluciones, sigue un plan sistemático de
acuerdo a un fin previamente determinado. Pero ese fin -ahí reside la
mendacidad de cada revolución- nunca debe ser alcanzado pues si lo es termina
la revolución. La revolución para no morir requiere que el fin requerido sea siempre inalcanzable. Su lógica existencial necesita de un fin que nunca se cumpla. En cierto modo toda revolución es una estafa pública. No así la rebelión. La rebelión termina
con la negación del otro. Basta.
Toda revolución busca
extenderse en el tiempo. Hay algunas en las que sus líderes envejecen o mueren,
cambian las generaciones, y la revolución continúa su curso. Los seres humanos son
mortales, pero la revolución no lo es, repiten con fervor los revolucionarios. Los revolucionarios persiguen a través de la inmortalidad de la
revolución su propia eternidad. ¿O ha conocido usted a un
revolucionario que alguna vez haya dicho, ya hicimos la revolución, y ahora a
vivir tranquilos, calabaza calabaza cada uno para su casa? No. No: así
solo hablan los rebeldes. Jamás los revolucionarios.
Toda revolución busca
extenderse hacia el infinito de todos los tiempos, no solo del tiempo de los
revolucionarios sino, sobre todo del de quienes no lo son, los que deben ser
reducidos a un material modelable; plasticina, arcilla, cemento. ¿Y los que no quieren ser convertidos? A ellos les espera el cadalso, la tortura, la muerte. Toda revolución
termina asesinando a la rebelión en nombre de la revolución. Los revolucionarios,
así lo dijo Camus: "Desprecian la libertad de las personas y sueñan con
una extraña libertad de la especie; rechazan la muerte solitaria y llaman
inmortalidad a una prodigiosa agonía colectiva" (p.282).
En la revolución impera el
principio de la muerte. En la rebelión el de la vida. Esa fue la razón por la
cual Albert Camus, aunque si bien siempre estuvo a favor de la liberación de
Argelia con respecto al colonialismo francés, nunca estuvo a favor de los
comunistas argelinos que luchaban por la liberación. Su pregunta inquieta era
evidente: ¿Y quién nos va a liberar de los liberadores?
La rebelión de Camus
comenzaba y terminaba en un no. En un simple, claro y rotundo no.
Con el sí comienza toda
ideología. Y con la ideología la enajenación del ser con respecto a sí mismo.
Razón de más para afirmar que Camus fue la representación real del hombre
rebelde. De ahí su permanente actualidad. Porque siempre, desde la infancia hasta la
vejez, habrá motivo para rebelarnos en contra de algo o alguien. La rebelión
nos hace dignos. No así la revolución. Nunca las revoluciones, a diferencias de
las rebeliones, han sabido morir con dignidad.
Texto de referencia: Albert Camus, El Hombre Rebelde, Editorial Losada, Buenos Aires 1978
Texto de referencia: Albert Camus, El Hombre Rebelde, Editorial Losada, Buenos Aires 1978