17.10.2013
Comenzaré con una tesis.
"Si bien todo elector es un votante no todo votante es un elector". La diferencia no es
irrelevante.
Todos conocemos a personas
que siempre han votado por el mismo partido sin darse jamás el trabajo de
elegir. No me refiero solo a los militantes, pues para ellos votar es una
obligación, la palabra lo dice, casi militar. Hay, además, quienes han
establecido una relación ontológica con la política. Por ejemplo, en lugar de
“estar” en, “son” de, un partido. Ser de izquierda o de derecha es para tales
personas una pertenencia de tipo étnica. Afortunadamente no son solo ellas
quienes votan. También votan -estoy siguiendo una clasificación weberiana- los
partidarios, los simpatizantes, y no por último, los indecisos, segmento que
suele conformar en algunos países, si no una mayoría, un número decisivo en
cada elección.
Para explicitar la
enunciada tesis será necesario agregar que el elector indeciso al elegir toma
una decisión. Luego, antes de decidir tiene que haber pasado por un momento
previo, y este no puede ser otro sino el de la indecisión. Por esa misma razón
el elector indeciso no debe ser confundido con el elector abstencionista,
aunque puede darse el caso de que la decisión final del indeciso sea la abstención.
Pero la abstención para el indeciso es solo una entre otras posibilidades. No
así para el abstencionista.
El abstencionista es el que
hace del no votar un decidido gesto militante y en algunos casos una profesión
de fe. En cierto modo el abstencionista es un militante negativo, o si se
prefiere, un fanático de la anti-política.
Mucho menos puede ser
confundido el elector indeciso con el elector indiferente. Todo lo contrario.
Al indiferente le da lo mismo quien gane y por lo tanto no reconoce diferencias.
Pero el indeciso no solo las reconoce: hace de las diferencias una condición de
la política. Ahora, reconocer diferencias significa, en cierto modo, pensar.
Pues sin conciencia de lo diferente no hay pensamiento y luego, tampoco hay
conciencia.
El pensamiento comienza con
la diferencia (Derrida). Esa es la razón por la cual se puede afirmar que
el elector indeciso es un elector pensante. Y es claro: si no fuera indeciso no
tendría necesidad de pensar. Es errado imaginar entonces que al indeciso gusta
su indecisión; al contrario, desea salir de ella. Pero para conseguirlo tiene
solo una alternativa: pensar.
Pensar es en gran medida
debatir consigo y con el otro. Y el debate, lo sabemos todos, es la sal de la
política.
Ironía insólita es que los
electores indecisos tienden a ser despreciados por los militantes partidarios.
La ironía es tanto más grande si se tiene en cuenta que los candidatos, aún
siendo militantes, nunca podrán ser elegidos si no hay electores indecisos. Sin
estos, los resultados de cada elección serían siempre los mismos, no habría
rotación del poder. Los indecisos, al inclinar la balanza para uno u otro lado,
son los máximos garantes de la democracia política.
Sin indecisiones la vida
política sería lo mismo que la vida religiosa pues, como es sabido, es mucho
más fácil cambiar de opinión política que de creencia religiosa. Es por eso que
en las naciones no secularizadas -pienso en países islámicos- al ser los
partidos entidades confesionales, los resultados se conocen de antemano. En una
nación suní, ganan los suníes; y en una chií, los chiíes
Los indecisos, por el
contrario, no hacen de las elecciones un acto de fe ni tampoco aman a un líder
con devoción. Si son religiosos van a los templos. Y si son amantes, van a la
cama. En ningún caso van a la política a satisfacer pulsiones, ni espirituales
ni eróticas. Más aún: como seres pensantes están dispuestos a cambiar de
opinión siempre y cuando los argumentos de un partido sean más convincentes que
los del otro. Para el indeciso, quiero decir, no existe el “para siempre”.
Su voto será condicionado. ¿Condicionado a qué? A su decisión, no hay otra
respuesta. El indeciso es el votante soberano.
Entre militantes
partidarios e indecisos existe, aunque así no parezca, una intensa relación política. Lo
explicaré:
La razón de ser de un
partido –no puede ser otra- es ganar para sí al mayor número posible de
indecisos. Por lo tanto -y esa no es una de las paradojas menores de la
política- los indecisos son los que deciden.
La utopía de una nación de
decididos militantes ha sido la misma que han acariciado los totalitarismos
modernos. Fue esa la razón por la cual en tales sistemas los indecisos no
fueron tratados como indecisos sino como enemigos. Convertir a los indecisos en
enemigos para eliminar toda indecisión fue el objetivo fundamental perseguido
por Hitler y Stalin. Ambos monstruos tenían razón desde sus perspectivas:
el indeciso delibera consigo y los demás. Y toda deliberación atenta en contra
de la razón totalitaria.
Los indecisos, en consecuencia,
necesitan más que a nada de la democracia. Más aún: la democracia para ellos es
condición existencial. A la vez, la democracia necesita de los indecisos. Sin
por lo menos la existencia de dos partidos los indecisos no tendrían –como hoy
ocurre en Cuba y Corea del Norte- entre quienes decidir. Las elecciones
estarían de más. Y sin elecciones no hay democracia.
Muy imbécil sería entonces
un candidato si levantara una política sólo a favor de quienes ya tienen su
decisión tomada. Conquistar para sí a los indecisos es tarea primordial de la
lucha política.
Tan importante son para mí
los indecisos, que he debido vencer la tentación de proponer la fundación de un
nuevo partido: el Partido de los Indecisos. El problema es que si los indecisos
forman un partido dejarían de ser indecisos. Y sin indecisos, he de reiterar,
se acaba la democracia.