Si dejamos de lado el
nombre del Padre (con mayúscula) hablamos de todo el poder, el poder total, el
poder que está antes y después de todo, antes de toda vida, antes de toda
muerte, el infinito y la eternidad a quien muchos para acortar llamamos Dios,
un poder tan grande que solo es posible ser imaginado por un niño en la figura
de un padre (con minúscula), para después, ya adulto, simbolizarlo como hacen
algunos -no solo los católicos- en el del papa, sea quien sea quien ocupe ese
magnánimo lugar.
Nótese la diferencia
lacaniana entre estos tres mosqueteros: El Padre es real (para Lacan la
realidad comienza donde termina “nuestra” realidad), el padre (con minúscula o
padre minúsculo y a quien para diferenciar llamaremos de ahora en adelante,
papá) es en cambio imaginario (es decir, imaginado como Padre) y el papa
es evidentemente simbólico.
La realidad del Padre no
es la nuestra. El Padre, para decirlo con Kant es "cosa en sí". El
papá, en cambio, es quien en nuestra muy limitada realidad ocupó
imaginariamente el lugar del Padre antes de que se nos revelara como simple y
vulgar prójimo. El papa, a su vez, es un símbolo exquisito. Es el nexo entre el
Padre y el papá y al mismo tiempo no es ninguno de los dos. Ya me extenderé
sobre ese no-ser que es.
Estamos hablando
entonces de el Poder Total (El Padre) y sus representaciones parciales. Quizás
lo estamos haciendo del mismo modo cuando Claude Le Fort se refería al Rey
medieval como representación terrenal del poder divino, algo que no siempre fue
entendido por quienes condenaron con tanto ahínco el dogma de la majestad real.
Porque el origen divino
del poder monárquico no significaba que el poder del Rey era divino.
Significaba solamente que el Poder en general, es decir, el del Padre, es
divino, de modo que quien ejerce poder hace uso de una potestad que no le
pertenece a él sino a Dios. O así: El poder es Dios y Dios es el poder. En
consecuencia, el designado para ejercer el poder no pasaba de ser un simple
administrador de una atribución divina. Por eso mismo el poder real no es real
(otra vez en el sentido lacaniano de "lo real") razón por la cual el
rey menos que una realidad es solo una realeza. Diferencia que, por lo menos
desde el punto de vista de la filosofía política, es importante. Gracias a esa
diferencia hemos entrado, dicen, al reino de la modernidad.
Ahora, desde el punto de
vista de la filosofía no política el papá es quien ocupa el lugar del Rey en el
reino familiar, es decir, frente al niño, el papá, ese padre con minúscula,
aparecerá ante su vista como representante, más todavía, como ejecutor de TODO
EL PODER. Pero -es decisivo- el niño no sabe que se trata de una simple
representación pues el niño no puede distinguir entre presentación y re-presentación.
En su genial inocencia el niño tampoco sabe -¿cómo va a saber?- diferenciar
entre el Padre y el papá, malentendido que se extenderá como sombra siniestra a
través del resto de nuestros días. El niño cree, así, que el papá es el Padre.
No pocos adultos mueren creyendo lo mismo, para mal de ellos y, por supuesto,
para mal de quien fue el papá.
El papá es el imaginario
del Otro que irrumpe en la unidad total, en aquella vida donde la palabra
separación no existe ni siquiera como pre-sentimiento. Aunque desde otra perspectiva, el papá estambién (o puede ser) quien libera al hijo del poder de La Madre (Julia Kristeva).
Antes de que apareciera
el inoportuno papá había sido roto el cordón umbilical biológico, pero el niño,
guarecido en la tibieza del cuerpo de la madre-teta no sabe todavía que ha
nacido, pues nada le ha revelado la evidencia de un afuera y de un adentro, de
un mundo interior y de otro exterior. El, el niño, es todo el mundo. Un
"en sí". El mundo es una teta y él es la teta. El papá, o quien
quiera sea el intruso cercano que anda dando vueltas por ahí, con su sola
presencia, solo por el hecho de oírlo, será para el niño el Amo de la Nueva Tierra, a saber, esa voz que dice, "Yo estoy aquí, fuera de ti". O
como Jehová dijo a Moisés: "yo soy el que soy".
Momento crucial pues se
trata nada menos que de un segundo parto. Un parto no biológico que me hará
saber que soy al haber sido desprendido por el Padre de la Madre Naturaleza
(repito, el niño no sabe que el Padre es solo un vulgar papá). Porque si el
otro es el que es, yo soy lo que el otro no es.
Desde ese momento en que tu has aparecido Padre yo no soy todo y no lo seré
nunca más. He sido dividido entre eso otro y eso que está aquí, ese yo que está
naciendo poco a poco, y ese Tu todo-poderoso que con su evidencia me arroja al
mundo, separándome de la madre leche, de la leche madre.
Momento trágico ese, el
del clivaje. El Padre (como papá) es, o le corresponde ser, el clivador de cada
vida. El ha extendido su daga entre el yo y el todo, haciéndome aparecer al
mundo como un uno frente al dos. El dos soy yo. Tu serás el uno, Padre (papá) maldito
sea tu nombre así en la tierra como en el cielo. Me jodiste. Me
dividiste.
El clivaje recreado como
un acto castrante y el papá como cruel castrador. Así al menos lo ve el
análisis freudo-lacaniano obviando tal vez el hecho de que la castración solo será
vista como tal a través de la neurosis del paciente genitalizado frente al
analista genitalizado. La castración es un a-posteriori del clivaje, la
representación genital del hecho que ha marcado el nacimiento del alma (o de la
conciencia) o, como lo dice Lacan en su especial lenguaje, la actuación del
Padre "como soporte de la actividad simbólica de cada sujeto"
En el mundo pre-genital,
en cambio, no existe la castración porque el niño no conoce un órgano sexual.
El es -lo dijo tan bien Freud- un órgano sexual unitario: un polimórfico ¿O
hablamos del principio de la castración- es mi sospecha - porque el niño a
través del clivaje sintió en su propio cuerpo la muerte del niño sin dejar de
ser niño, o lo que es lo mismo, cuando a través de la aparición del Otro (el
papá como Padre) sintió en sí, antes de tiempo, la inoculta presencia de la
muerte?
Por el momento no iremos
tan lejos.
Lo accesible del momento
son dos hechos. Uno, el análisis del ser es siempre retrospectivo, vale decir,
realizado con categorías propias al tiempo en que se vive, pero hacia atrás. Lo
segundo, es que la aparición del pobre papá marca un hito en el niño: La del
papá como Padre clivador (castrador). De ahí en adelante, quizás hasta el final
de nuestras vidas el destino estará marcado por el deseo de separar al Padre
del papá (lucha edípica), hasta convertir al segundo en lo que es, un prójimo
fortuito: un simple "mi viejo". Ese es, por lo demás, el lugar que
deseamos y merecemos y más no queremos ser todos quienes hemos sido una vez
niños y después papás.
Podríamos entonces
hablar de dos clivajes. Uno con respecto a la madre total por intermedio del
Padre-papá, otro realizado por nosotros mismos consistente en la separación del
Padre con respecto al papá, o sustitución del Padre teo-lógico por el padre
bío-lógico. Segunda separación que en nuestra cultura toma más tiempo del que es necesario. Además, no en pocos casos, resulta fallida.
Por de pronto la
conversión del Padre en papá provoca necesariamente una pérdida, originándose
después de ella un inevitable "vacío de Padre". De ahí que muchos
viven el periodo de la separación con sensaciones cruzadas que van desde la
desilusión a la orfandad. Por una parte nos alegramos de que el papá no sea el
Padre, por otra reprochamos su incapacidad de ser Padre.
Sin Madre ni Padre ni
perro que te ladre hay quienes añoran el imposible deseo de regresar al
"sentimiento oceánico" (Romain Rolland), al de la omnipotencia natal,
llamado por los analistas regresión hacia la madre. Otros buscan sustituir al
Padre perdido por un padre adquirido. Los griegos, que para todo tenían una
respuesta, inventaron instituciones sustitutivas, a saber, los
"maestros". La conversión del hijo en discípulo de un maestro
garantizaba entre los griegos el tránsito que lleva al niño inerme al adulto
autosustentado.
Como ya no somos
griegos, los buscadores de Padre eligen hoy caminos diversos. Unos creen
reencontrar al Padre en objetos adoratorios (automóviles, dinero, alcohol,
drogas). Otros en el sexo, contrario o mimético. No pocos en ídolos, sean
cantantes, gurúes y, en nuestros días, políticos mesiánicos. El arte, la
filosofía e incluso el trabajo bien realizado, han comprobado ser medios de
sustentación que si bien no restituyen al Padre permiten al menos no caer en las
vacíos de la orfandad total donde solo habitan fantasmas y miedos. Esta última
es, sin duda, la posibilidad mas aterrante y muchos la viven como castigo
frente a un delito que jamás ha sido cometido.
En cualquier caso, como
no somos perfectos la separación será imperfecta. Efectivamente, yo conozco
sólo a una persona que ha logrado en plenitud la separación definitiva. Era
judío, se llamaba Jesús y su papá era carpintero. María, José, Jesús y sus
hermanos: una familia nazarena como tantas de su tiempo. José como papá ha de
haber aparecido frente al niño como el Padre. Pero ya a los 12 años (mayoría de
edad entre los judíos de ese tiempo) cuando el niño se perdió de sus padres en
la peregrinación a Jerusalén y fue encontrado dos días después en el templo conversando
con los teólogos, Jesús dio a entender a sus padres que desde ese momento había
decidido cambiar su condición de hijo por la de discípulo, pues en los textos
sagrados él estaba buscando al Padre. No sé cual fue la reacción de José, pero
como era muy devoto debe haber entendido el significado de El Nombre del Padre,
aún sin haber leído a Lacan. Para el hijo ser discípulo no era un fin en sí,
sino un medio para buscar al Padre, a ese que ya no podría sustituir ni José ni
nadie.
Cuando Jesús inicia el
camino de su pasión, no sin antes pasar por el desierto de su orfandad, ya
había encontrado al Padre y desde ese momento no podía sino ser solo hijo de
ese Padre. Ese Padre estaba en Él, El era el Padre y el Hijo a la vez.
"Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn.14.9) María, a su vez, ya no
sería más la madre. Como dijo Jesús en las bodas de Caná, ella, María, es "mujer". José se vio reducido así al papel que mejor le correspondía,
el de simple papá.
Mas, el encuentro
definitivo entre el Hijo con el verdadero Padre no podía tener lugar en este
mundo. "Mi reino no es de este mundo". La muerte del Hijo debería ser
así la condición para su resurrección en el Padre. La muerte de Jesús fue, por
lo tanto, un nacimiento del ser en el Ser de donde venimos y hacia donde vamos.
Ese fue el camino indicado por Jesús.
Camino que conlleva
separaciones tan dolorosas con respecto al mundo, con el único mundo que
conocemos, que casi nadie está en condiciones de sobrellevarlas pues, como
dicen con gracia los españoles, "El que se crea Cristo deberá ser
crucificado". La mayoría de nosotros, buscando al Padre, solo encuentra en
el mejor de los casos retazos de su ser, huellas difusas de su andar, momentos
fugaces que hacen presentir la eternidad, anuncios fortuitos de su existencia,
y no mucho más. El vacío de Padre nos acompañará siempre en esta tierra.
¿Es una maldición? Solo
en cierto modo. Desde otro punto de vista podríamos entender a ese vacío de
Padre como una condición para buscar al Padre, aunque no lo encontremos,
porque, y quizás eso fue lo que quiso decirnos Jesús, el encuentro con el Padre
está en su búsqueda, o en su vacío, o lo que es parecido, en nuestra propia
pobreza de espíritu. No otra cosa es al fin la condición humana: Ese vacío de
ser que nunca se llena con nada. Ni siquiera con una religión.
Freud, ateo radical,
denunció a la religión como una ilusión. No obstante un mundo sin ilusiones
tampoco parece ser demasiado atractivo. El genio psicoanalítico creyó entonces
que ya había llegado la hora de sustituir a la religión por la ciencia. Parece
que se apresuró un poco.
Las religiones después
de Freud han continuado fabricando ilusiones, y está bien que así sea. Con sus
rituales, sus artilugios y sortilegios, sus cánticos y salmos, sus rezos y
plegarias, llenan en parte el vacío que cada uno arrastra consigo: "La
vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser", según el tango del gran
Santos Discépolo.
No escribo estas frases
por casualidad, como nada se escribe así. Escribo en los días cuando Francisco l ha desatado, seguido por una orgía medial, una
verdadera "papamanía".
No es primera vez que
ocurre algo parecido. Cada vez que es nombrado un nuevo papa las multitudes de
todas las religiones y colores, no sé por qué, se vuelven más papistas que el
papa. Razón de más para pensar: La gente quiere o necesita al papa porque el
papa representa una ilusión que es en parte, solo en parte, la ilusión del
Padre.
El papa es la
representación material del Padre. Pero también al ser un hombre de este mundo
lo es del papá. En cierto modo el papa es, y no solo en sentido ortográfico, un
papá sin acento. Más aún: al representar al Padre, es superior al papá, siempre
tan falible. El papa está situado justo en el medio entre el papá y el Padre,
es los dos al mismo tiempo y no es ninguno de ellos. Es simplemente el papa. Un
intermedio entre el cielo y la tierra. Una invención fabulosa de la cristiandad
europea, tan importante como el invento de la rueda o de la internet.
No está el papa tan
lejos, como a veces sentimos a Dios; no está tan cerca como el papá de nuestra
infancia. Es, si se quiere, un próximo (prójimo) lejano. ¿Qué mejor? Quizás
gracias a esa misma proximidad lejana el papa es, o ha llegado a ser, una
figura sobre-religiosa. Ateos y miembros de otras religiones siguen sus pasos,
comentan sus discursos, están pendientes de la posibilidad de "un
cambio" que nunca viene, admiran su boato como si de verdad él fuera el
rey espiritual de la tierra.
La personalidad del
papa, real o adjudicada, es lo que menos interesa. Puede ser dogmático y frío
como Pío Xll, reformista y bondadoso como Juan XXlll, trágico como Juan Pablo
ll, sabio y filosófico como Benedicto XVl, simpático y llano como Francisco
l, y hasta corrupto y mujeriego como fue en medio del gozoso renacimiento
italiano, Rodrigo Borgia, alias Alejandro Vl. No importa. Igual los van a
querer o por lo menos respetar hacia donde vayan. Lo decisivo es que el papa
esté ahí dándonos a entender de algún modo, con su simple presencia, que el
mundo no acaba en nosotros, que hay algo más que nubes sobre la tierra, y que,
definitivamente, no estamos tan solos como a veces creemos estar.