A continuación incluyo un fragmento de un texto que escribí en Septiembre de 2005 a propósito del nombramiento del Papa Benedicto XVl. Pienso que el texto es en gran medida válido en el caso del nombramiento de un nuevo Papa como consecuencia de la renuncia de Benedicto XVl
Suele ocurrir que con la llegada
de un nuevo Papa, muchas personas, incluyendo no creyentes, esperan grandes
cambios, incluso “cambios revolucionarios”. No sucede eso en cambio con las
altas investiduras de otras religiones. Nadie se pregunta si el nuevo Dalai
Lama será reformista, revolucionario o conservador. O si los monjes confucianos
o hinduistas evolucionarán hacia posiciones modernas y/o progresistas. La
pregunta ni siquiera aparece planteada con relación a las autoridades de las
iglesias protestantes y/o evangélicas; mucho menos con respecto a los
representantes de la religión judía. De la islámica, ni hablar. Nadie espera
que de un nuevo ayatolá surjan opiniones en contra de la tradición. En cambio,
la posición del Papa frente a la tradición o frente a los cambios parece ser
para muchos lo más decisivo en el curso de la historia política mundial.
Por lo demás, las posiciones del papado frente a
temas que muchos opinan deben ser tratados con criterios progresistas –como son
los del divorcio, del aborto, de la manipulación genética, del matrimonio
homosexual, etc.– no difieren casi nada de la posición de los representantes de
las mayorías de las religiones, confesiones e iglesias del mundo. No obstante,
los funcionarios de la iglesia católica serán siempre criticados por su
conservadurismo, tradicionalismo, e incluso, por sus posiciones
“reaccionarias”, es decir, porque mantienen frente a la vida y a la historia
una posición religiosa que es común a todas las religiones y no una posición política, cultural o social
“moderna”.
Es necesario quizás consignar que los
malentendidos e incomprensiones que rodean al Vaticano en su relación con la
tradición y la modernidad tienen ciertas explicaciones bien fundadas. Una de
ellas deriva del hecho indiscutido de que la historia del cristianismo, y en
particular, del catolicismo, está profundamente ligada a la historia de Occidente. Más todavía, en consonancia con las opiniones de Ratzinger es
posible afirmar que el cristianismo ha provisto a occidente de valores y
fundamentos que son constitutivos a su identidad. Occidente fue durante un
largo tiempo, confesionalmente cristiano, y el substrato cultural de Occidente
sigue estando en gran parte impregnado por el espíritu de la cristiandad.
Ya ha sido demostrado cuan importante fue la
herencia filosófica griega y romana para el cristianismo, y Ratzinger es uno de
los teólogos católicos que con mayor fuerza reclama dicha herencia. Ahora bien,
esa herencia recibida del mundo grecolatino no sólo es filosófica, sino también política pues, en muchos aspectos, la filosofía griega y romana era
también una filosofía política, y uno de sus temas centrales era aquel relativo
a como los humanos se han de organizar en la polis a fin de llevar una buena
vida en comunidad.
Es cierto que tanto Jesús como Paulo marcan límites entre la
vida en y con el espíritu y la vida política. Pero, el cristianismo, por otro
lado, nació en un espacio político, se formó en ese espacio, conservó la
tradición política- filosófica en los monasterios medievales, e hizo su entrada
en la modernidad secular, aportando una tradición también secular que es la del
propio cristianismo originario. Es por ese motivo que el cristianismo se
encuentra, por decirlo así, rodeado por un espíritu que reclama más y más
modernidad. Pues si hay una característica permanente de Occidente es que
siempre se piensa a sí mismo como moderno.
No hay ninguna época de la historia occidental que
no se haya declarado a sí misma como moderna. Occidente es permanentemente
moderno. Y la modernidad, ya sea en la economía, en la técnica, en la política,
y en el arte, quiere hacerse extensiva a todo. Incluso quiere invadir el campo
de la religión que, por supuesto, es siempre el menos moderno. Occidente no se
contenta con albergar en su seno a las religiones. Quiere, además, que esas
religiones sean modernas. Las iglesias cristianas norteamericanas han entendido
perfectamente ese llamado y han modernizado hasta tal punto sus presentaciones,
que nadie sabe si aquello que está mirando en la TV es un acto religioso o un
festival de música rock, o si el predicador habla sobre Dios o modera un
programa de entretenimiento público.
Evidentemente, Ratzinger nunca se ha hecho eco de
esa presión modernizante y ha mantenido una posición tradicionalista y
conservadora que es, a su juicio, la que corresponde a una institución como es
y debe ser la iglesia. En cualquier caso, esa modernidad que acosa a la
cristiandad es un tributo que esa propia cristiandad ha debido pagar no sólo
por estar enclavada en un mundo moderno, sino, además, por haber impulsado
esa modernidad de acuerdo a un legado que no sólo era religioso sino también polémico. Así se explica que alguien tan tradicionalista como Benedicto
XVl no mantenga un discurso en contra de la modernidad en general, sino sólo
con proyectos que atenten contra la que a su juicio es la tradición histórica
de la iglesia. Más aún, lo que él plantea, es que para que la modernidad pueda
seguir existiendo necesita estar sustentada sobre valores tradicionales. Tradición no es para Ratzinger un termino contrario a
la modernidad sino que una de sus condiciones.
Hay, además, otra razón que explica aquel anhelo
público de que el Papa sea un personaje moderno y no tradicional, y es que
efectivamente la voz del Papa tiene mucha importancia en el desarrollo de la
vida moderna. El Papa no puede dictar leyes a ninguna nación, no tiene siquiera
derecho a veto en la ONU. Sin embargo, su opinión respecto a los temas de
nuestro tiempo siempre será escuchada y no sólo por los cristianos. Cualquier
gobierno de la tierra sabe que si declara una guerra, y el Vaticano se
pronuncia en contra, esa guerra habrá
perdido gran parte de su legitimidad.
Es cierto, el Papa no tiene ejércitos, pero ya lo demostró el Papa Juan Pablo
ll en Polonia: puede movilizar a multitudes en contra de sistemas políticos que
la iglesia considera injustos. El Papa es, en verdad, la representación del
poder carismático, en el sentido acordado por Max Weber al concepto de
“carisma”.[i]
La voz del papado tiene cierta “hegemonía”
planetaria incluso por sobre otras confesiones; y lo que es más decisivo, al
interior de éstas. La iglesia está lejos de ser una institución política, pero
su importancia política es enorme. Acerca de ese tema, casi no hay discusión.
Por eso siempre se espera que la iglesia dé el visto bueno a diversos
proyectos de la modernidad, ya sea en la política, en la tecnología, en las
finanzas y en la constitución de la moral sexual. Y cuando eso no ocurre, la
desilusión frente al papado suele ser grande. Al fin, el público termina
conformándose, imaginando que después que muera el Papa va a llegar otro más
moderno, incluso revolucionario. Vanas esperanzas, no llegará. Y la explicación
es simple. La religión, ninguna religión, ninguna iglesia, puede constituirse
en un aval de los proyectos de la modernidad.
No hay vida tradicional sin sustento religioso. No
hay ninguna religión que no sea tradicional. Toda religión representará siempre
el sentido de la tradición ante sus fieles y ante sus infieles. Incluso los
grandes cismas intereclesiásticos –pienso en el movimiento que desató Lutero–
han sido realizados en nombre de la tradición, como un clamor de regreso al
espíritu primitivo del cristianismo, como un retorno a Cristo mismo. El regreso
a la “Sola Escritura” proclamado por Lutero no podía ser más tradicionalista,
reconoce el mismo Ratzinger.[ii]
Que Max Weber haya visto en los orígenes del protestantismo una fuerza
impulsora del capitalismo moderno es una muy interesante y bien fundada tesis
sociológica, pero también una interpretación objetiva. Eso no quiere decir que
Lutero hubiera planteado alguna vez dar origen al sistema capitalista. La
subjetividad de los principales actores del movimiento reformista era
tradicionalista, eso es lo decisivo. Que la defensa de esa tradición haya
ayudado a la consolidación de la modernidad capitalista, es un problema muy
distinto.
¿No era acaso Jesús un defensor de la tradición
religiosa? El mismo dijo: “No piensen que
vine a destruir la ley o los Profetas. No vine a destruir sino a cumplir”
(Mateo, 5, 17). Cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo –que para
algunos teólogos modernos es una actitud “revolucionaria”, incluso,
“anticapitalista”– lo hizo para preservar la pureza de la religión del pueblo
judío. Jesús, en las palabras de Ratzinger, era “un judío radical”. “Él era un
judío y siguió siendo un judío, él unió su mensaje a la tradición de los fieles
de Israel”.[iii]
Es cierto que el cristianismo consumó una ruptura con el legado judío,
agregando un testamento y por lo mismo, convirtiendo a la religión judía en
“otro” testamento. Pero esa ruptura siempre estuvo apoyada en la tradición
judaica más rigurosa. A veces suele ocurrir que no hay nada más rupturista que
una actitud tradicionalista.
Hay, sin duda, cierta proyección inconsciente en
la exigencia relativa a que alguna vez un Papa rompa con la línea tradicional
del Vaticano. Por una parte, la iglesia católica, como toda iglesia, predica
una moral que a muchos ciudadanos de la modernidad les parece demasiado
rigorista. Muchos quisieran ser buenos fieles, pero a la vez desean que la
iglesia fuese algo más mundana y tolerante con su propia gente. No obstante,
eso es difícil, casi imposible. Toda
religión debe ser y es moralmente rigorista. Incluso dentro del
cristianismo hay posiciones liberales que en otra iglesia serían impensables.
Por otra parte, en muchas ocasiones es proyectada
hacia la iglesia la lógica que impera en otras instituciones, especialmente en
los partidos políticos y en los gobiernos, y hay personas que esperan que esa
iglesia solucione problemas que partidos y gobiernos no pueden solucionar.
Todos los Papas, por el contrario, han subrayado que la iglesia, aunque es de
este mundo, tiene un objetivo que en primera línea es espiritual. No es una
institución política, ni una organización de desarrollo social, ni una ONG. La
iglesia surgió de un acontecimiento, la venida de Jesús, y quiere preservar esa
noticia, esa palabra y esa acción, a lo largo de los tiempos. Puede, si se
quiere, actualizar la palabra de Jesús, no puede ni debe cambiarla. La
tradición de toda iglesia cristiana tiene que partir de Cristo, y a esa y no a
otra tradición tiene que ajustarse. Celibato sí o celibato no (sólo un ejemplo entre otros) en tanto no es un sacramento, debe ser para un cristiano un tema muy secundario. Sobre ese punto ha insistido Ratzinger: La
iglesia tiene que ser tradicional, o no ser. Quien quiera cambios profundos
debe ir a buscarlos a otra parte; ninguna iglesia los va dar.