22.12.2014
Un prólogo es siempre un epílogo. Eso lo sabemos quienes hemos escrito uno que otro libro. Porque recién cuando hemos terminado de escribirlo, nos damos a la tarea de redactar su prólogo. Así nos explicamos las razones por las cuales Benedicto XVl publicó el prólogo a su obra magna “Jesús de Nazareth” dos años después de la publicación del segundo tomo, es decir, él hizo de modo explícito lo que otros hacemos de modo implícito. Un prólogo, en efecto, es recién posible cuando hemos logrado una visión de conjunto que sólo alcanzamos en la fase final. Así sucede también, a veces, con nuestras vidas.
Un prólogo es siempre un epílogo. Eso lo sabemos quienes hemos escrito uno que otro libro. Porque recién cuando hemos terminado de escribirlo, nos damos a la tarea de redactar su prólogo. Así nos explicamos las razones por las cuales Benedicto XVl publicó el prólogo a su obra magna “Jesús de Nazareth” dos años después de la publicación del segundo tomo, es decir, él hizo de modo explícito lo que otros hacemos de modo implícito. Un prólogo, en efecto, es recién posible cuando hemos logrado una visión de conjunto que sólo alcanzamos en la fase final. Así sucede también, a veces, con nuestras vidas.
Cuando ya estamos más cerca del fin que del comienzo, podemos comprender mejor acontecimientos cuyo sentido nunca
pudimos percibir en el momento en que sucedieron. Parece luego ser evidente que sólo en el futuro lograremos conocer el sentido de lo que una vez ocurrió,
incluso el de hechos que en su momento nos parecieron absurdos. Desde esa perspectiva, las normas que permiten el relato de una
historia individual no son demasiado diferentes a las que nos permiten relatar
la historia universal. Ambas al menos son construidas a partir de
acontecimientos que sólo mirados desde la lejanía de lo ya pasado revelan
su verdadero sentido.
En cierto modo, en el futuro yace la energía que da
sentido al pasado, de la misma manera que recién cuando algo ha ocurrido
podremos conocer sus “causas” y nunca al revés. Constatación que llevó a decir
a Hannah Arendt, “las causas no existen”. O a Max Weber afirmar que la
“causalización” no es más que un
proceso de reconstrucción subjetiva del pasado. O a Freud a pensar que la
evidencia de la muerte, esto es, nuestra inevitable transitoriedad
(Vergänglichkeit) es lo que da valor a la vida o, lo que es similar: frente a
la cercanía de la mortalidad la natalidad adquiere su pleno
sentido.
No pocas han sido las ocasiones en que determinados seres
descubren el valor de lo que amaban cuando ya lo han perdido o cuando están a
punto de perderlo. También es frecuente que después de cuando alguien muere es
descubierta la exacta dimensión de su vida. No son pocos los genios que han
muerto sin haber sido reconocidos hasta que el tiempo –sólo en algunos casos-
restaura su significado. Hannah Arendt, para poner un ejemplo, antes de morir
sólo era conocida por sus publicaciones periodísticas y por sus escritos sobre
el “totalitarismo”. Recién después del derrumbe del Muro de Berlín comenzó a
ser revalorada la obra completa de la genial mujer. De tal modo que -para
expresarlo como diría Arendt- cuando ocurre un milagro comenzamos a entender el
verdadero sentido de lo que ya ocurrió, sus inicios, sus señas, sus
“anunciaciones”.
A Hannah Arendt debemos el haber acentuado en la filosofía
existencial la dimensión de la natalidad. Antes de ella la noción de la muerte
y no la del nacimiento era la predominante en el existencialismo filosófico. El
“ser arrojado a la vida” (Sartre) llevó a muchos a concebir la existencia como
una suma de sin-sentidos, existencia en la cual siempre seremos “extranjeros” y
en donde la única frase lógica debería ser, según Camus: “¿por qué no nos
suicidamos?” En parte, la noción de “arrojamiento” también la encontramos en
la filosofía heideggeriana. Pero hay una diferencia, y esa fue la que detectó
Arendt.
“El ser en el mundo” de Heidegger adquiere sentido cuando
entra en comunicación con el espíritu, es decir no sólo con ese “ser siendo”
del “estar” sino con el Ser que “es” antes y después de nosotros, en la vida
que nos precede y en la que seguirá, en ese ser que siempre vive entre dos
infinitos según Arendt, o “entre las dos muertes”, según Lacan. “Vivir en el
espíritu” es por tanto una opción –punto en el que Hannah Arendt está de
acuerdo con la teología judeo-cristiana-.
Esa opción que separa a Heidegger del existencialismo
francés de los años cincuenta lleva a percibir como a través de la desconexión
entre el ser y el estar (Sein und Dasein) podemos elegir no dar a la existencia
ningún sentido. O a la inversa, comunicados con el Ser Total podemos elegir
alcanzar la “unidad del ser y el estar” y así la vida adquiere una coherencia
que es la del mundo, la de todo el mundo, la de todos los mundos.
Luego, la vida, desde la perspectiva de un Ser Total -que para los teólogos
sólo puede ser Dios- tiene un sentido, uno que no sólo es el nuestro. Por lo
mismo, nacer, desde la perspectiva del Ser Total es entrar a “este” mundo
portando el sello de un más allá cuyo sentido no conocemos pero pre-sentimos a
partir de la gran limitación –valga la
paradoja- de nuestros sentidos. O siguiendo a Arendt, viviendo con el espíritu seremos en un
ser que no sólo es nuestro ser. Un ser no singular sino
plural: Un Ser que es también, y sobre todo, un “Somos” y que asoma a este mundo
gracias al milagro de la natalidad.
En fin, sólo desde la perspectiva de un ser que
trasciende al “estar” lograremos entender
por qué para Heidegger el fin no se encuentra al final sino, oculto, en
el comienzo. Así también entendió Benedicto XVl a “su” Jesús. Porque para
Benedicto, la muerte y resurrección de Jesús son los “acontecimientos” que
permiten entender el milagro de la natalidad y no a la inversa. El prólogo para
él, he de reiterarlo, es un epílogo.
Puedo, no obstante, entender perfectamente por qué para muchos
filósofos y teólogos, quizás para el mismo Benedicto, vincular el nombre del
Papa con Heidegger es un procedimiento inadmisible. ¿Cómo relacionar una
exégesis teológica con los tratados de un filósofo que nunca o casi nunca
mencionó a Dios? ¿Cómo contravenir a Benedicto quien a su vez casi nunca
mencionó a Heidegger en sus textos y cuando lo hizo sólo fue para rechazar su
idea del “arrojamiento”? Sin embargo, y a pesar de todo eso, creo que ha llegado
el momento de establecer ese vínculo a mi entender ineludible para todos
quienes nos hemos sumido en la teología
de Ratzinger y en la filosofía de Heidegger.
No. Ese vínculo no sólo tiene que ver con el hecho de que
ambos, Heidegger y Ratzinger, son alemanes y por lo tanto tributarios de una
misma tradición intelectual. Ni siquiera tiene que ver con la casi certeza de
que ambos bebieron muchas veces en las mismas fuentes literarias y
filosóficas. Tampoco con la evidencia, tan bien demostrada por Marlene Zarader (The Unthought Debt),
relativa a que la filosofía de Heidegger se encuentra sobredeterminada por la
Biblia judía. E incluso, nada tiene que ver con la permisible analogía entre
el Ser de Heidegger y el Dios de Abraham.
No, la verdadera unión entre Heidegger y Ratzinger se
encuentra más allá de ellos: en una tercera persona de la cual ambos
descienden: me refiero a San Agustín, teólogo y filósofo a la vez. O para
decirlo de una vez por todas: tanto la filosofía heideggeriana como la teología
ratzingeriana son profundamente agustinas, y lo son hasta el punto de que
ninguna de las dos habría sido posible sin la mediación del obispo de Hipona.
Por de pronto, tanto para el filósofo Heidegger como para
el teólogo Ratzinger, el ser del humano es un momento de un tiempo que precede
y trasciende a toda vida. En términos agustinos, a su vez, la ciudad humana
está inmersa en la gran ciudad de Dios al mismo tiempo que toda finitud es
parte de la infinitud total. A esa ciudad de Dios o tiempo infinito del Ser no
podemos acceder desde la finitud de nuestras vidas. Sin embargo, eso no
impide pensar en la infinitud.
Pensar en la infinitud es conectar al ser humano
con el espíritu, del mismo modo como no pensar en la infinitud es desconectar
al ser humano de su Ser Total, transformándolo en una criatura que sólo vive
para satisfacer su sensorialidad, o que idolatra objetos sustitutivos de la divinidad, o que muere en vida, sin espíritu ni conciencia de su propio ser. En
fin, para ambos autores agustinos, el “para qué” y el “cómo”, que son las
pre-posiciones de la vida sin espíritu, nunca podrán sustituir a ese “por qué”
que lleva a preguntar-nos por el origen y el final de todo.
Ahora, si tenemos en cuenta que para Agustín hay
una relación de identidad entre “pensar” y “recordar”, cuando pensamos en
alguien o en algo, lo recordamos, es decir, lo traemos a la memoria. La "memoria” es, por eso, uno de los conceptos centrales de la filosofía agustina.
Pero, ¿cómo recordar a
Alguien si nunca lo hemos visto? La respuesta agustina es: pensando
más allá de nuestros sentidos, don que nos ha sido dado por Él para que
pensemos en ÉL. Eso significa, pensar a través y con el espíritu lleva a
recordar el origen de todas las cosas aunque nunca hubiéramos visto ese origen,
del mismo modo –agrego yo- que un físico piensa en la milésima partícula de un
neutrón sin haberla visto jamás.
Pensar con el espíritu significa en consecuencias,
transgredir, traspasar y trascender la materia más allá de nuestros sentidos,
recordando lo que nunca hemos visto. No es casualidad, por tanto, que
Heidegger como Ratzinger se refieran a la ausencia del espíritu en el ser con
el mismo término de Agustín. Ese término es: el “olvido”.
Heidegger nos habla, cuando se refiere al ser que es
absorbido por la técnica, viviendo en el puro mundo del “estar” y del “hacer”,
de un “olvido del Ser”, olvido de ser lo que cada uno es: un ser en el Ser.
Ratzinger, a su vez, al contemplar ese mundo intrascendente y cruel de humanos
entregados a su propia idolatría nos habla del “olvido de Dios”. Para ambos
autores, en fin, el “olvido” de pensar en lo que no vemos, lleva a un deterioro
del ser, a su insignificancia total, al mismo infierno: a la muerte en el alma.
Recordar lo que nunca hemos visto es, en consecuencias,
un imperativo agustino que recorre el pensamiento de ambos pensadores de nuestra
modernidad.
Hannah Arendt -es su mérito- llevó ese imperativo algo
más allá de Agustín. Pues para ella, lo que no hemos visto, sí lo vemos. Lo
vemos en cada ser que llega a este mundo no sabiendo nada, trayendo quizás consigo
sólo el recuerdo borroso del mundo desde donde nos fue enviado, naciendo y
creciendo, preguntando por cada cosa que aparece por primera vez frente a sus
ojos. Cada nacimiento es, en el exacto sentido arendtiano, un milagro.
Para Benedicto también lo es. Es el milagro de la vida:
el milagro de ser. Como el niño Jesús que vino al mundo no en representación de
Dios sino como Dios. No mitad Dios ni mitad humano –insiste Benedicto- sino
plenamente Dios y plenamente humano. Como todos los niños son, cuando
nacen. Esta última frase es, por supuesto, mi agregado personal.
Fueron esas las razones por las cuales decidí leer ese epílogo que es un prólogo
dedicado por Benedicto al nacimiento e infancia de Jesús, intentando recordar
lo que nunca hemos visto y de todas maneras vemos en la vida de cada ser que
viene al mundo. Es decir, he intentado leer el prólogo de Benedicto con la mirada del
teólogo que nunca he sido y con la del filósofo que me habría gustado ser.
No me arrepiento. Ha sido una bella experiencia.
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