¿Cómo no maldecir a los gobiernos de China y
Rusia cuando impiden actuar a la ONU en defensa de la población civil siria?
Así, al fin, uno tiene que rendirse a la evidencia: Este mundo no es democrático.
No podemos exigir a un perro que cuide las salchichas.
Tampoco podemos exigir a las dictaduras que condenen a gobiernos cuando patean
derechos humanos. Tanto el perro como las dictaduras actúan de acuerdo a su
naturaleza. Pero sí podemos, más aún, debemos, exigir a naciones democráticas y
a las que crean serlo, una postura más firme frente a atrocidades cometidas en
países como Siria. Que no sea así, indica que muchos gobiernos no han captado
que una de las principales contradicciones que cruza al planeta es la de
democracia contra dictadura. O mejor dicho: casi todas las naciones
democráticas viven esa contradicción de un modo interno, pero pocas la asumen
de un modo externo. Y eso es grave. La paz mundial sólo puede estar asegurada
por democracias; jamás por dictaduras. El hecho de que hasta ahora nunca ha
habido una guerra entre naciones democráticas dista de ser casualidad.
La revolución democrática iniciada en los Estados Unidos
y Francia en el siglo XVlll ha logrado avances, no hay dudas. La derrota
de la Alemania nazi, el declive de las dictaduras latinoamericanas, las
revoluciones anti-totalitarias de Europa del Este, y las antidictatoriales que
hoy están teniendo lugar en el mundo árabe, así lo demuestran.
Desde un punto de vista cualitativo, la declaración
universal de los Derechos Humanos ha impuesto su hegemonía mundial. Sin
embargo, desde uno cuantitativo, las democracias no han logrado –todavía estamos
lejos– la victoria final. Más del sesenta por ciento de las naciones que
constituyen las Naciones Unidas no son democráticas. De ahí que no podemos
extrañarnos si personajes como Al Assad gozan de protección internacional.
China y Rusia –digámoslo de una vez- se han constituido
en protectores de tiranos asesinos. Sin embargo, China y Rusia son diferentes.
China, cuya potencialidad económica cautiva el corazón de
tantos tecnócratas occidentales, ha demostrado, en contra de la tesis liberal y
marxista, que la evolución política no está determinada por el desarrollo
económico. Eso significa que una economía capitalista puede funcionar
perfectamente bajo un estado socialista, nazi, fascista, autocrático,
democrático, e incluso –es la innovación china– neoconfuciano.
Sin embargo, China no viola los derechos humanos en su
país pues esos derechos nunca los ha conocido. Distinto es el caso de Rusia.
La Rusia de Putin no es, por cierto, el mejor ejemplo de
una nación democrática. La represión a todo lo que sea oposición es en Rusia
tan brutal como en China. Pero -y ahí reside la diferencia- la república rusa de Putin surgió de una
revolución democrática: de una tan profunda como fue la francesa
anti-absolutista del siglo XVlll
La comparación entre la Francia de 1789 y la Rusia de
1989 no es del todo errada. Quizás bajo Putin la revolución democrática rusa
está viviendo su “momento napoleónico”, es decir, así como Napoleón, en nombre
de la revolución restauró el poder absoluto, pero sobre la base de un Código
Civil, Putin, en nombre de la democracia está restaurando la estructura del
poder soviético, pero sobre la base de una constitución liberal. Sin embargo,
cuidado con las analogías: las diferencias también son notables.
Mientras la Francia revolucionaria nació cercada por estados absolutistas, la Rusia post-comunista emergió en un espacio democrático.
Eso significa que una Rusia democrática nunca ha estado ni estará aislada como
ocurrió con la Francia revolucionaria. Todo lo contrario: los principios que
dieron origen a la revolución anti-totalitaria rusa fueron esencialmente
europeos. En cierto modo la iniciada por Gorbachov fue la continuación de la
revolución francesa de 1789, pero en 1989.
Sin la visión de una Rusia europea, republicana y
democrática a la vez, Gorbachov no habría dado ese paso que desde la
Perestroika llevó a la liberación de Europa del Este. De ahí que la
responsabilidad de los gobernantes europeos sea hoy más grande que nunca. Son
ellos y no el gobierno norteamericano los llamados a ejercer presión para que
Putin no abandone del todo esos principios que heredó de Gorbachov y del primer
Jelzin. Son esos gobiernos los que deben convencer a Rusia de que su grandeza
nunca será obtenida apoyando a sangrientas dictaduras, como la de Siria. Pero
eso lo pueden lograr no con concesiones, sino asumiendo el legado de la
revolución democrática de la cual proviene la Europa de hoy. O dicho así:
liberar a Rusia de sus relaciones con Al Assad, pasa por la caída del tirano. Hay
gobiernos europeos que, pese a la gran depresión económica en que están
sumidos, así lo están entendiendo.
Este mundo no es democrático pero la democracia sigue
avanzando. Ello no ocurre de acuerdo a una progresión lineal, sino -para decirlo con los términos de
Leo Trotsky cuando imaginó el curso de la revolución socialista mundial– de un
modo “desigual y combinado”. Una vez surge allí; otra vez allá, mezclándose con movimientos populistas, restos monárquicos, confesiones
religiosas, siempre impura, nunca perfecta. Pero sigue avanzando. Y hasta ahora nada
ni nadie la ha podido parar.