1.
Para quienes nos ocupamos de la política el dictamen
de Max Weber
en su clásico “Política como Profesión” (Reclam, Stuttgart 1992) relativo a que es imposible hacer política
de acuerdo a la ética del Jesús del Sermón de la Montaña, es ampliamente
conocido y entre los weberianos es casi un lugar común. Como esclarecido hijo
de la Ilustración, Weber adhería al postulado kantiano orientado a separar
radicalmente lo teológico de lo filosófico, y por supuesto, de lo científico.
En ese punto están de acuerdo con Kant los principales representantes de la
cristiandad moderna y no va a ser aquí el lugar en donde se intentará una
revisión de los principios de la secularización, bien común que tantas luchas
ha costado obtener.
Pero una cosa es aceptar que los
principios de la religión no pueden ser los mismos que los de la política y
otra afirmar que religión y política no tienen nada que ver entre sí. Por una
parte, aún no siendo políticos, los seres religiosos viven en un mundo político
y lo que dicen o hagan puede traer consigo enormes consecuencias políticas. A
la inversa, los políticos, aún sustentando una ética no religiosa, o siendo
agnósticos o ateos, son personas que, por lo menos en nuestro occidente
republicano, están impregnadas de una ética y/o moral general que, como dijo una vez J. Ratzinger, “algo” tiene que ver con lo que
una vez, mucho antes de Jesús, se escuchó decir en el Sinaí. (“Werte in Zeiten
des Umbruchs”, Freiburg 2005, p.52) O
como ha reiterado Böckenforde (“Recht, Staat, Freiheit”, Suhrkamp, Frankfurt
1991) la política no sería posible sin soportes que no son políticos.
En verdad, ningún político llega
a la política en estado de virginidad cultural; por el contrario, cada uno
porta la tradición, la moral y la religión que los formaron antes de acceder a
la política. Así se explica que en muchas naciones occidentales existan
partidos políticos de inspiración cristiana. Por cierto, no se trata de
partidos confesionales, y un ateo, así como un miembro de cualquiera religión,
puede, sin problemas, militar en dichos partidos. En la Democracia Cristiana
alemana, para poner un ejemplo, hay militantes musulmanes y judíos de
nacionalidad alemana, lo que no niega la inspiración cristiana del partido. Por
el contrario, significa simplemente que algunos musulmanes y judíos han
encontrado ahí cierta base religiosa o ética que no encuentran en otros
partidos. Mas, la inspiración del partido sigue siendo (formalmente) cristiana,
y el cristianismo tiene, según me parece, algo que ver con Cristo: Jesús.
Luego, la contradicción entre cristianismo y política no es, como advirtió
Jaques Maritain, absoluta (“Humanisme Integral” en
“Oeuvres”, Saint Paul, Fribourg Suisse), de tal modo que para el gran
filósofo era perfectamente posible practicar una política inspirada en la
religión. Eso no quiere decir que el cristianismo sea político. Quiere decir simplemente que es posible
vivir la política portando valores obtenidos en el ejercicio de la cristiandad,
hecho que han demostrado con creces algunos gobernantes cristianos de la era
moderna.
Pero Max Weber nos dice lo
contrario: no se puede ser político y al mismo tiempo aplicar normas de
sumisión predicadas por el Jesús del Sermón de la Montaña, particularmente el
mandato que nos ordena amar a nuestros enemigos y poner la otra mejilla en caso
de ser golpeados en una (Mateo 5: 39). Yo, por ejemplo, nunca lo haría y eso no
impide contarme entre los “fans” más entusiastas de Jesús. Esa es una de las
razones por la cual pienso que Max Weber entendió sólo el texto del Sermón de
la Montaña, pero no su sentido. En ese punto debo recordar que gran parte de la
filosofía semióloga, desde Wittgenstein y Saussure, pasando por Frege y Lacan
hasta llegar a Derrida, sostiene que un texto no hay que entenderlo
literalmente sino en la dirección que impone su sentido. Con mayor razón si se
trata de un texto religioso.
Por supuesto, no quiero decir
que los textos de los evangelistas, sobre todo los de los sinópticos, no tienen
importancia literal. Por el contrario: sólo podemos acceder al sentido de un
texto atendiendo al texto y, desde luego, al con-texto. Sin texto ni con-texto
no hay sentido posible. Pero a la vez, la inteligibilidad del texto sólo
aparece cuando descubrimos su sentido. Es la misma diferencia que existe entre
el hablar y el decir. Hasta un loro habla, pero no dice. Sólo accedemos al
decir a partir del hablar. Mas, si sólo atendiéramos al hablar y no al decir no
habría poesía ni religión y con eso estoy sugiriendo que todo texto religioso
es poético. Esa fue la razón, creo yo, por la cual Jesús, a diferencias de San
Pablo y Mahoma, nunca escribió una sola palabra.
La expresión de Jesús era
metafórica, imaginativa, metonímica, parabólica y alegórica, en fin, poética. Y
en la poesía hay una relación muy flexible entre el significante y el
significado. Eso es lo que lleva a sostener que para entender una poesía
debemos orientarnos por el sentido más que por el significado acordado a las
palabras. El texto religioso no puede, por esa misma razón, ser sólo entendido
como un simple documento histórico sino más bien como un proyecto que debe ser
interpretado en cada tiempo y en cada lugar de modo distinto. Dicho en breve:
no hay religión sin exégesis. Y no hay exégesis sin atender a las condiciones
que conforman nuestra realidad, que no es la misma que la de los profetas,
salmistas y apóstoles de los textos bíblicos. La religión para que sea religión
debe ser siempre actualy actualizada.
2.
Volviendo al texto del Sermón de
la Montaña que Max Weber considera inútil desde una perspectiva política, si
atendemos a su sentido será posible comprender que también es posible ponerlo
en “forma política”. Veamos: según el texto debemos amar a nuestros enemigos y
si nos golpea en una mejilla, hemos de poner la otra. Esa sería el “habla” del
texto. Pero ¿qué nos dice su sentido? Para saberlo tenemos que hacer un leve
ejercicio hermenéutico, o como se dice desde Lyotard y Derrida:
“de-constructivo”.
Jesús ordena “amar a nuestros
enemigos”. Eso supone – y es lo que no advirtió Weber- que para amar al enemigo necesitamos de un
enemigo. Pero, Jesús –esto es muy importante- nunca ordenó no tener enemigos.
No podría haberlo dicho por la sencilla razón de que, como toda religión, la
suya, la judía, tiene un enemigo al que hay que derrotar: “el mal”. Y ese
“mal” ya sea como patología, como
enfermedad, o como maldad, aparece siempre presente en forma humana. Ni los
vegetales ni los animales pueden ser “malos”, lo que quiere decir que así como
la bondad, la maldad también es una propiedad del alma. Pero ¿por qué amar al
enemigo? ¿No basta simplemente con no odiarlo?
Mirando con cierta atención el
problema, tenemos que convenir que amar al enemigo no es más que una deliberada
redundancia. Si el primer mandamiento mosaico dice “amar a Dios sobre todas las
cosas”, el segundo dice “amar al prójimo como a ti mismo”; no mucho más, ni
mucho menos: “como a ti mismo”. Y ¿quién es el prójimo, o el próximo? Pregunta elemental mas no por eso poco
importante.
Creo que no cometo herejía si
afirmo que es posible distinguir entre dos tipos de prójimos: los prójimos
genéricos que son todos los seres humanos, y los prójimos relacionables (en la
familia, en la sociedad, en la nación, en las creencias, en la política etc.)
Amar al próximo genérico es un
corolario del primer mandamiento –y he ahí la redundancia- pues todo prójimo al
haber sido creado por Dios, es, desde esas perspectiva, un hermano.
Debo aclarar que amar al prójimo
genérico no tiene mucho que ver con la noción del amor-deseo. Es un amor que
más bien surge de ese reconocimiento
del otro, el que está más cerca del amor-respeto que del amor-deseo. Ahora, si
trasladamos esa noción del amor-reconocimiento, o amor-respeto, a la relación
con el enemigo, significa que tanto desde
la visión religiosa como desde la política no tenemos otra alternativa que
respetar (amar) al enemigo sin que el enemigo deje de ser un enemigo
(adversario, opositor). Si no lo hacemos no actuamos ni de modo religioso ni
político. Sólo así nos explicamos porque para la mayoría de los filósofos
políticos, desde Maquiavelo a Schmitt y desde Arendt a Mouffe, el enemigo
político, a diferencias del enemigo personal, no es alguien a quien se odia
sino aquel a quien hay que derrotar. Por lo tanto, amar (reconocer, respetar)
al enemigo, y a diferencias de lo que pensaba Max Weber, es perfectamente
posible. Más todavía, enfrentar al enemigo y luego derrotarlo, luchando en
contra de su maldad, pero respetándolo como humano, es una de las premisas
elementales de toda lucha política.
Lo dicho es tanto más cierto si
convenimos en que el enemigo político no sólo es un prójimo genérico sino,
además, un prójimo relacional.
Todos sabemos que la enemistad
puede ser una relación tanto o más intensa que la amistad. Por lo mismo, si un
enemigo nos es indiferente, no es un verdadero enemigo. El enemigo de verdad es
preocupante, peligroso. Luego, al enemigo debemos tomarlo muy en serio. Eso
supone que para combatirlo necesitamos saber muy bien quien es y como es. Esa
es, por lo demás, la diferencia entre el enemigo ideológico y el enemigo
político. Mientras el primero se presenta de modo casi paranoico en una
“clase”, en una “raza”, en una “estructura”, en un “imperio”, en una “tradición
o cultura”, el segundo se presenta de modo personal, concreto y definido: con
nombre y apellido. El enemigo en la política no es, en la religión cristiana,
ni una “cosa” ni una “idea”. Antes que nada es un ser humano, y si no lo fuera,
aquel mandato que nos impone amarlo, estaría de más.
La política tiene lugar en ese
espacio creado para combatir el mal que representa el enemigo, aunque
respetando al enemigo. Luego, hay un más que interesante punto de contacto
entre política y religión. En ambas prácticas está permitido tener enemigos
siempre y cuando no los odiemos. Si los odiamos, abandonamos el espacio de la
religión y el de la política a la vez. Solo así podemos entender por qué todos
aquellos dictadores y tiranos que propagan el odio al enemigo han sido
anti-religiosos y antipolíticos a la vez. Todos, de una manera u otra, han
“deshumanizado” al enemigo a fin de odiarlo y después destruirlo. Veamos
algunos ejemplos.
Adolf Hitler al propagar el odio
a los judíos los llamó “ratas”. Fidel
Castro, endilgó a sus enemigos características no humanas: los llamó “gusanos”.
Augusto Pinochet llamó a los marxistas, “la mala hierba”, y así sucesivamente.
Ratas, gusanos y mala hierba, no
son seres humanos. Luego, cuando llegue el momento será posible eliminarlos sin
problemas de conciencia.
La deshumanización del enemigo
recurre hoy a medios más sutiles. Ya no se lo excluye de la especie humana,
basta con identificarlo como enemigo de la nación. Tanto Amahdinejad como Chávez, califican a sus enemigos,
sean estudiantes, obreros o mujeres, como agentes del “imperio”. Chávez los
llama incluso, “los apátridas”. Todos los asesinatos colectivos han comenzado
con la distorsión del lenguaje.
3.
Queda por resolver el tema de la
otra mejilla que es, por cierto, el que más irrita a Max Weber.
Poner la otra mejilla tiene un significado que va más
allá de la literalidad. Ello se deduce del hecho de que lo que más caracteriza
a un enemigo no es precisamente que nos golpea en las mejillas. Creo en ese
sentido que si no estamos hablando de lo que ocurre en una sala de torturas,
donde a uno lo golpean no sólo en las mejillas, lo más probable es que en la
vida política –y a esa se refiere Max Weber– uno sale con las mejillas ilesas.
En cierto modo poner la otra mejilla es una expresión, como muchas que usó
Jesús, muy radical, radicalidad que tiene un sentido esencialmente pedagógico.
Poner la otra mejilla es una
frase que por otra parte ha sido interpretada en un sentido ideológico, a
saber, que Jesús era una suerte de pacifista, un proclamador de la no
violencia, algo así como un antecesor de Mahama Gandhi
y Martin Luther King.
Es cierto que Jesús no era un
predicador de la violencia como deja entrever la poco espiritual interpretación
del evangelio de San Mateo en el film de Passolini. Pero tampoco era un
predicador de la paz a todo precio. Hay ejemplos que muestran lo uno y lo otro,
y eso aclara que ni lo uno ni lo otro constituyen el centro de la prédica de
Jesús, como tan bien demuestra el cristólogo Klaus
Berger en su principal libro: “Jesús” (Pattloch, München 2007). Jesús
era violento cuando debía serlo, y manso como un cordero cuando también debía
serlo. Ya volveré sobre ese tema. Por ahora debo destacar el hecho de que Jesús
no podía ser pacifista porque el pacifismo es una ideología y Jesús no seguía
ninguna, ni terrenal ni celestial. Jesús, para los no cristianos, era un
profeta judío, y la tradición religiosa judía no es, como sabemos, pacifista.
Para los cristianos, Jesús es Dios hecho hombre y Dios no puede predicar
ninguna ideología.
Ahora, volviendo al sentido de
“la otra mejilla”, podemos estar de acuerdo con Max Weber en que poner la otra
mejilla tiene un profundo sentido religioso. No obstante trataré de demostrar y
en contra de la opinión de Weber, que
poner la otra mejilla, en su significado no literal, puede tener bajo ciertas
condiciones un enorme sentido político.
Desde el punto de vista
religioso poner la otra mejilla aparece como un acto de mansedumbre, de
renuncia a la violencia, de amor sin límites al ser humano. Pero significa algo
más. Significa no responder con la misma moneda a quien nos ofende. Significa
no asumir la misma actitud del ofensor. Y no por último, significa no aceptar
ser convertido en el doble mimético de quien ofende.
Quien nos ofende incurre en una
actitud que en términos religiosos podemos llamar satánica. Satánica, pues el
ofensor espera que caigamos en el fondo de su propia maldad. Del mismo modo que
cada palabra o gesto de amor es una invitación a compartir el amor, cada
palabra o gesto de odio es una invitación a compartir el odio. Así como el ser
bueno quiere seducirnos para que participemos de su bondad, el malvado nos
ofende para que compartamos su maldad. Por esa razón el ofensor es un seductor.
Al invitarnos a usar su palabra sucia, a recurrir a la violencia, a realizar un
acto de venganza, intenta que seamos iguales a él. Y si lo logra, seremos,
definitivamente, iguales a él. Alcanzado ese punto desaparecerá la diferencia
entre ofensor y ofendido. Esa será la hora del triunfo final de la ofensa.
Para explicarme, he de recurrir
a un ejemplo: Si el otro golpea mi mejilla, yo respondo con un golpe en el
mentón; si el otro me cruza el estómago
con una cuchillada yo respondo con un balazo que le hará saltar las sienes.
Sobre el cuerpo inerte del ofensor, celebraré entonces un triunfo que no es el
mío, sino de aquel que desde las cavernas de su maldad soltará una carcajada
cuando al contemplarse en el espejo no aparezca su rostro sino el mío: el del
vencido. Así nos explicamos por qué en aquel momento en que iba a ser hecho prisionero por la soldadesca y uno de
sus seguidores desenvainara la espada –con lo que nos enteramos de que los
amigos de Jesús usaban espadas- para defender a su maestro, Jesús ledijo:
“guarda la espada, quien toma la espada perecerá con la espada”. Ahora, yo
pienso que esa frase trasciende el espacio religioso.
Ni usar espadas ni golpear
mejillas son artes de la política. De ahí que cuando Weber dice que poner la
mejilla no nos sirve para la política, tiene razón, pero en otro sentido a como
él imaginaba, a saber: que los usos políticos excluyen la violencia, de modo
que quien la practica abandona, de por sí, el espacio político. En cambio,
quien pone la otra mejilla se mantiene en el espacio de la política. En este
sentido podemos distinguir tres niveles de enfrentamiento:
* El de la violencia
(verbal o fáctica) que ocupa el espacio de la guerra
* El de la polémica
verbalizada que ocupa el espacio de la política
* El del enfrentamiento entre un
enemigo violento contra uno no violento (político)
En el primer caso, el de la
guerra, es imposible poner la otra mejilla. Luego, si Max Weber hubiera dicho que poner la otra mejilla en
la guerra es un absurdo, habría tenido toda la razón del mundo. En el segundo
caso, el de la política, la observación de Weber está de más puesto que la
política por definición excluye la violencia. El tercer caso, y a ese no se
refiere Max Weber, es que poner la otra mejilla frente a un enemigo armado
hasta los dientes puede ser, bajo determinadas condiciones, un medio de lucha
político. En ese último caso, el contrincante político tiene dos posibilidades.
Una posibilidad es que si el
contrincante político tiene medios militares suficientes puede intentar el paso
que lleva de la política a la guerra, abandonando el espacio político y
situarse en el del enemigo. Otra, es atrincherarse en el espacio político
enfrentando las armas de la guerra con armas políticas, obligando al enemigo a
abandonar su territorio de lucha para que se interne en el espacio polémico
donde, por lo general es más débil. Está casi de más decir que tanto en uno
como en otro sentido hay múltiples ejemplos históricos, y en muchos casos la
decisión corresponde a un cálculo previo más que a una cuestión de principios.
Pasar a la lucha armada sin
contar con un contingente militar es una locura que se ha pagado muy caro en la
historia. Ese fue, a mi juicio, el error de la fracción judía de los zelotas
quienes al proclamar la lucha armada para enfrentar al imperio romano
condujeron a su pueblo a una derrota espantosa. En cambio, tanto judíos
cristianos como fariseos –justamente quienes renunciaban a las armas- lograron
sobrevivir a las grandes masacres para levantar después alternativas autónomas
e independientes: los primeros, más allá del pueblo judío; y los segundos, al
interior del pueblo judío.
Abandonar la lucha política para
pasar a la acción militar en contra de un enemigo militar ha llevado en algunas
ocasiones a la realización de insurrecciones de masa o revoluciones armadas
exitosas, de eso no cabe duda. Pero ese tránsito que conduce a hacer abandono
de la lógica política ha tenido como resultado, en la mayoría de los casos, la
extrema militarización de las fuerzas insurgentes lo que, como ya hemos visto,
significa interiorizar la lógica del enemigo hasta el punto de llegar a ser
igual o peor que el enemigo.
¿No surgió de la
insurrección en contra de la monarquía
francesa la sangrienta dictadura de Robespierre al lado de la cual la monarquía
era un régimen angelical? ¿No surgió de la lucha armada en contra del zarismo,
ese totalitarismo cuyo ejecutor providencial fue Stalin? ¿No fue la muy breve dictadura de Batista en
Cuba una especie de dicta-blanda comparada con la dictadura salvaje de los
Castro?
La llamada resistencia pacífica
que reconoce entre sus mentores a figuras como Gandhi
y Mandela, más que pacífica debe denominarse política, entre otras
razones porque ni Gandhi ni Mandela renunciaron a la acción armada si el caso
lo requería. Es por eso que ambos lograron derrotar a grandes contingentes preparados
para el enfrentamiento militar, pero no para la lucha política. Aún más
decisivas fueron las luchas de los movimientos sociales pacíficos en contra de
las dictaduras comunistas del Este europeo. La gente que salió a las calles a
protestar en Berlín, Praga y Varsovia, enfrentaron a milicias adiestradas para
luchar en contra de ejércitos, pero no frente a multitudes pacíficas.
Las Nomenklaturas, sin embargo,
no habían vacilado en el pasado en enviar sus tanques en contra de las
multitudes pacíficas. Ya había ocurrido el año 1956 en las rebeliones de
Polonia, Alemania del Este y sobre todo Hungría, y en Praga el año 1968. Pero
esta vez los disidentes contaban con un nuevo aliado: la televisión, cuyas
antenas dirigidas hacia el Oeste informaban minuto a minuto lo que ocurría en
cada lugar. Con ello fue demostrado que el espacio político, para que sea
definitivamente político, debe ser, antes que nada, público.
Los dictadores del mundo
comunista se encontraban bajo la observación pública mundial. Esa es la razón
por la cual los dictadores post-modernos cree haber aprendido la lección y
trata de apoderarse de todas las redes televisivas de la nación. Pero, como es
su costumbre, llegan tarde. Hoy, los movimientos democráticos no son
televisivos: son digitales.
Es una lástima que los primeros cristianos no
hubieran dominado la internet para propagar las palabras del maestro, pero de
un modo u otro los evangelistas se las arreglaron para llevar la noticia de la
crucifixión a todas partes. En cierta medida, Mateo, Marcos, Lucas, y algunos
malamente llamados apócrifos, sabían organizarse en redes que, si no eran
digitales, eran al menos apostólicas.
4.
Bajo determinadas poner la otra
mejilla no significa claudicar frente al enemigo; todo lo contrario: significa
desenmascararlo. Recordemos que Jesús dijo: hay que amar (respetar) al enemigo
pero -reitero- nunca dijo: no tengas enemigos.Tampoco dijo: hay que dejarse
derrotar por el enemigo. Dio sólo a entender que para no convertirse en el
propio enemigo no hay que actuar como el enemigo. Quiero decir, el Jesús que
ordenó a Pedro, “no uses la espada, el que hierro mata a hierro muere” fue el
mismo que dijo: “Yo no traigo la paz, yo traigo la espada” ¿Contradicción? De ninguna manera.
La espada de Jesús es la palabra,
no su espada literal que nunca -a diferencias de Pedro- portó consigo. La
espada de Jesús era tan literal como la mejilla puesta frente al enemigo. La
palabra de Jesús es, si se quiere, la espada de Dios: aquella que cayendo sobre
los mortales los divide en tres partes: los que están dispuestos a luchar por
el bien y los que están dispuestos a defender al mal. Y en el medio los que “no
saben lo que hacen” a los cuales, por inocentes, no podemos sino perdonar, del
mismo modo como perdonamos al lobo cuando devora a un manso cordero.
Es difícil saber que ocurrencia
tuvo el buen Dios cuando convertido en Jesús aterrizó en la tierra de los
hebreos. No pudo haber elegido un peor momento. No sólo luchaban los judíos
contra Roma. Además, estaban muy divididos entre sí. Por un lado, los zelotas,
dispuestos a dar la vida por la liberación de su pueblo. Por otro, los
saduceos, dispuestos a abandonar la propia religión a cambio de que se les
concediera la ciudadanía romana. En el medio, los ritualizados fariseos y, por
si fuera poco, sectas fanáticas como las de los esenios del Mar Muerto quienes
rechazaban la vida terrenal en aras de la infinitud del alma. Y en medio de
todo ese caos, aparece Jesús aportando lo suyo, que no fue poco. De ahí que
Jesús, dijera lo que dijera, actuara como actuara, no podía eludir las
repercusiones políticas de sus palabras. Y así ocurrió.
No voy a recurrir a ninguno de
esos pasajes que son usados para demostrar la politicidad de la palabra de
Jesús. No hablaré de la multiplicación de los panes, ni de la reivindicación de
las mujeres, ni de los ricos que no van al cielo, ni de su internacionalismo
que lo lleva a conversar con los samaritanos, ni de su subversión frente a los
días festivos, ni de los mercaderes del templo, ni de su promesa de destruir el
templo, ni de su entrada triunfal a Jerusalén, ni del juicio político a que fue
sometido por Pilatos, ni de su dolorosa pasión, ni siquiera de su crucifixión.
Para demostrar la repercusión de la palabra de Jesús en la política, recurriré
al ejemplo considerado casi por unanimidad como el menos político de todos,
aquel en que Jesús parece negar definitivamente a la política, momento que
ocurrió cuando los fariseos, queriendo tenderle una trampa le preguntaron:
¿Debemos pagar los impuestos al César? La respuesta de Jesús fue tomar una
moneda, mirarla, darla vuelta y decir: “Dad al César
lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21).
¿Se trata de una solución de
compromiso? ¿O de un pragmático arreglo? ¿O de un simple negocio: la mitad al
César, la otra mitad a Dios? Nada más
erróneo. Para entender esa frase propongo que nos preguntemos que es lo que
corresponde al César y qué es lo que corresponde a Dios.
Al César corresponden los impuestos. ¿Y qué
corresponde a Dios? A Dios pertenece, según toda teología -cristiana o no- el
alma de cada uno. ¿Pueden tener el alma y el impuesto el mismo significado? A
menos que se piense que ser es igual a tener, como imaginan liberales y
marxistas, desde una perspectiva religiosa no es lo mismo. Ser es mucho más que
tener. Luego, el alma del ser no es del César ni de ningún tirano. Es de Dios.
Entregar el alma del ser al César significaría creer que Dios es el César.
Ahora, ¿cómo se expresa el ser en cada ser? La respuesta es obvia:
a través del conocimiento del ser. Ser es saber que se es. ¿Y cómo lo sabemos?
Gracias a la palabra que viene de Dios que es la misma que fue pronunciada
frente a Moisés: “Yo soy el que soy”. O de acuerdo al Evangelio de San Juan: “En
el principio era la Palabra y la Palabra estaba con Dios”.
La palabra precede al pensamiento porque sin palabra
no hay pensamiento. Cuando pensamos, deletreamos hasta dar forma a una palabra
la que unida a otra, hecha oración gramática, se convierte en pensamiento:
camino del ser que conduce a la verdad. A través de la palabra asentimos;
disentimos y por eso mismo, discutimos. Es por eso que para hablar y decir
requerimos de la libertad de palabra. ¿De qué nos sirve ser libre para pensar
si no podemos ex-presar (liberar) nuestro pensamiento?
Cada pensamiento proviene de una
dicción, la que si no se entiende origina una contra-dicción. O dicho así: la
palabra va dirigida a “otro” para que la entienda. Si no la entiende, hay un
malentendido. El malentendido es una premisa de la lucha política, afirma J.
Ranciére. (“La Mesentente”, Galilee, Paris 1985).
Todo mal entendido debe ser aclarado, razón por la cual necesito que reconozcan
nuestro derecho a decir pues más allá de la palabra sólo habita la muerte. La
libertad de la palabra es el regalo que Dios dio a los mortales para que lo
encontremos. Por lo tanto, la palabra hecha pensamiento no la podemos regalar a
nadie, menos a esos pobres diablos que son los tiranos, Césares o no.