Fernando Mires - LA VIRGEN DE LA PARANOIA CRÍSTICA: pensando un cuadro de Osvaldo Monsalve


La Virgen de la Paranoia Crística, 75 cm. de alto, 40 de ancho. Pintura al óleo sobre madera


¿Por qué la Virgen? No es una pregunta a Monsalve sino a la misma historia del arte
¿Qué tiene esa mujer de la cual es imposible escapar aún en tiempos donde nada ni nadie te obliga a recurrir a motivos religiosos para poder expresarte? Mi respuesta tentativa es que la Virgen, aún sin ser divina, y quizás aún sin ser virgen, es la madre de la divinidad, la fuente del espíritu hecho materia, el punto de partida desde donde podemos ascender en el pensamiento hasta que el pensamiento no puede llegar más allá con sus palabras.
Si el pensamiento ha de ascender para no morir –el pensamiento sólo existe si asciende- debe seguir una vía sin gramática, ni lógica, es decir sin palabras, errática, obsesiva, una donde sólo ve y escucha, una con dicción pero sin habla -la de la pintura y la música, por ejemplo- o la “obsesión crística”, dominios que no son los del sentir: Son los del pre-sentir. Los mismos que no podemos articular: solo escuchar o imaginar. Eso es lo que yo diviso, no sin algún miedo, en la Virgen de Monsalve. ¿Qué es “eso”?
En cierta medida pienso que “eso” es la tendencia a la desmaterialización del ser que sufre porque no puede abandonar la materia, aunque sí es capaz de imaginizar (haciendo imágenes, esto es, poniendo en forma gráfica la unión trascendental entre la divinidad y su búsqueda). Ahí reside, pienso yo, la religiosidad abismante del arte. He ahí también el arte obsesivo de la verdadera religión. He ahí el amor que para que lo sea tiene que ir más allá de sí mismo sin dejar de ser el mismo. Pues todo lo que existe arrastra sedimentos de remotas vidas.
Es fácil advertir también que la Virgen de Monsalve arrastra consigo sedimentos renacentistas.
Puedo así imaginar al pintor entrando a un museo veneciano, perderse en corredores y de pronto –hasta a mí que no soy pintor me ha sucedido- sentir el llamado de un color, de unos ojos, de un contraste y quedarme largo rato parado como un idiota mirando cada punto, rincón o sombra. Hay en ese museo obras más famosas y más hermosas por supuesto. ¿Por qué precisamente esa Virgen de Giovanni Bellini entre las muchas de Bellini iluminó el cerebro de Monsalve? ¿Por qué esa mujer y no otra, por qué esa? Es una pregunta habitual que muchosnos hemos hecho más de una vez. ¿Por qué en un bazar elegimos un objeto y no otro? A veces he pensado incluso que nosotros no elegimos el objeto sino más bien, el objeto nos elige. ¿Por qué no puedo dejar de mirar a la Virgen de Monsalve, por ejemplo?
Creo que no hay otra respuesta si digo que lo que nos da la “cosa” que elegimos es su verdad, y esa verdad no sólo está en la cosa. Está antes y detrás de la cosa, mucho más lejos de la cosa pero a su vez representada en y por la cosa. La cosa ha sido dignificada no por lo que es sino por lo que representa. De modo que ahora entiendo mejor lo que Lacan quería decirnos cuando nos hablaba de “la dignidad de la cosa”. No la cosa en sí (Kant) sino su representación es lo que dignifica a la cosa. Esa representación, no obstante, existe también en la cosa, y en la medida en que accedemos a ella, está en nosotros, o para que se entienda mejor: lo que buscamos en la cosa es a nosotros mismos, nuestro enigma de ser y no ser a la vez, la unión trascendental entre materia y espíritu. En el caso de Monsalve, en una Virgen de Bellini. En mi caso, en la Virgen de Monsalve.
Creo a-divinar que fue lo divino que a-divinó Monsalve en la María de Bellini. Yo lo veo en la Virgen de Monsalve. Bellini ha pasado a la historia, por ser si no el inventor, el precursor al menos, de la separación entre la luz y el color. Pero a la vez sabemos que la luz no puede existir sin el color, como el pensamiento no puede existir sin la materia, como el ser sólo lo podemos a-divinar a través del estar. Pero lo uno no es lo otro. La Virgen de Monsalve es la recreación de la de Bellini, pero además es “la radicalmente otra”. Sus colores son otros, su pre-esencia es otra. Bellini es sólo la inspiración. La misma inspiración que llevó a Monsalve a recrear su obra sobre una tela manchada con tinta china (nótese ahí, en el oscuro que ensombrece el corazón de María).
La mancha en el corazón (o la mancha del corazón) señaliza el momento de la inspiración. Pero el corazón no sólo es el símbolo, es el órgano de la aspiración y nadie puede inspirarse sin aspirar. Ese es el principio del pneuma griego recogido después como símil del espíritu por ciertas corrientes cristianas. Monsalve imaginiza así desde su propio pneuma a María: a partir del corazón manchado con tinta. De esa materia sangrante irradia la luz que dará origen al niño que María sostiene en sus brazos. “Paranoia crística” la llama Monsalve con un gesto de humor y de audacia a la vez. ¿Por qué? La respuesta es una respuesta.
Es una respuesta de Monsalve a Dalí quien en un momento de fingida cordura desarrolló la “tesis de la paranoia crítica” según la cual el pintor sin saberlo da forma lógica al inconciente informe. Conocida es la siguiente afirmación de Dalí: "El hecho de que yo en el momento de pintarlos, no entienda el significado de mis cuadros no quiere decir que no lo tengan; al contrario su significado es tan profundo, complejo, coherente e involuntario que escapa al simple análisis de la intuición lógica". De tal modo que no puedo evitar pensar: Dalí imaginaba que estaba poniendo las cosas en orden sometiéndose a un psicoanálisis frente a su público y a sus críticos.
De más está decir que la percepción del “acto liberado de lógica” de Dalí corresponde al psicoanálisis primitivo, al del joven Freud, que fue el que fascinó a los surrealistas cuando siguieron la letra del Manifiesto de André Breton. Quizás esa es la razón por la cual, aparte de que es apasionante mirar lo de Dalí, me ha parecido siempre un pintor conformista. En efecto, Dalí entiende su inconsciente como una especie de subterráneo, y la realidad como un primer piso. El transporta, o imagina transportar los trastos del  subterráneo al primer piso. No así Monsalve.
La pintura de Monsalve no tiene pisos; es de un sólo piso y en ella se encierra lo conciente y lo inconsciente a la vez, o más todavía, el “estar ahí” con su “ser-siendo” transferidos lo uno y lo otro en una unidad indisoluble que asciende en dirección del Ser total. O dicho de modo algo mecánico: La pintura de Dalí está fragmentada, así como la de Picasso -en su tarea heroica de mostrar todas las dimensiones posibles en un solo plano- está disociada (hoy se dice, de-construida). La de Monsalve, en cambio, está transfigurada. Si tuviera que ponerle un nombre a la fase que él está viviendo en su arte yo la llamaría “pintura transfigurativa”. Ahora, esa transfiguración es esencialmente teológica o, por lo menos, filosófica, pues lleva a imaginizar (y no simplemente a imaginar lo no pensado, como en Dalí) lo radicalmente impensable (aunque sí intuíble): el Ser. 
Monsalve a diferencias de Dalí no busca la salvación devolviendo sus imágenes a la realidad  que vivimos; por el contrario, él continúa ascendiéndolas en un sentido crístico (espiritual) y no crítico (racional) sin que el niño Dios y su Madre abandonen la tierra donde ella “está”. 
En cierta medida la pintura de Monsalve está más cerca del Freud del Yo y del Ello que del Freud del inconsciente-conciente, que es el de Dalí. La transfiguración, a su vez, es el equivalente de la transferencia, pero esta vez no entre dos seres sino entre los diversos tiempos que nos circundan (el cronológico, el cósmico y el divino o eterno). El encuentro del pasado más lejano con el presente más inmediato, o mejor dicho, la presencia inseparable de lo uno en lo otro obedeciendo al principio de la condensación onírica ya latente en la “Interpretación de los sueños”. Pero sobre todo, lo que más caracteriza a esa Virgen es el principio – freudiano- de sobredeterminación. La presencia de la Virgen y el niño sobredeterminan, según la visión de Monsalve, toda la historia de la humanidad representada en la mitad inferior de la tela (sobre este punto volveré a insistir).
Ahora, como sé que no es fácil entender de una vez todo lo que estoy diciendo, y en aras de la inteligibilidad, he decidido hacer lo que jamás ha de hacer un artista pero siempre ha de hacer el analista. Que me perdone Monsalve que descuartice su obra, pero no tengo ninguna otra alternativa para expresarme. Además, no sé pensar de otra manera.
He dividido así la pintura en cuatro cuadros. La Virgen, el Niño, la prehistoria, y el borde final que a mí entender es muy relevante. Comenzaremos con la Virgen. 

 
La primera vez que la vi, era la virgen histórica, la hermosa adolescente judía descendiente de reyes, altiva y soberana. La segunda vez, la vi como una mujer con decidido gesto, conciente del trabajo que le ha dado el destino: ser madre de un Niño Dios, como todas las madres lo son. La tercera vez que la vi, noté que su rostro ya no era tanto el de ella sino el de Jesús, o más bien, del icono imaginado por la cristiandad. Es decir, de una manera inconsciente o no, la mano de Monsalve transfería el rostro del Hijo al de la Madre.
En cierto modo hay tres vírgenes, y quizás más, en una sola. Ninguna de ellas predomina sobre la otra. Podría decirse que ella vive en el interior del misterio de la Trinidad. Monsalve, pienso yo, ha representado la Trinidad en el rostro de una mujer sin saber o sin querer revelar su misterio. Ese misterio está, a la vez, en los tres tiempos de Dios. Y si  seguimos mirando a la Virgen en los ojos, esos tiempos son reconocibles. No obstante, esos tres tiempos no están superpuestos; están los tres en una sola Virgen, del mismo modo como la luz, la materia y la energía son la misma forma de ser en una sola partícula. ¿Cómo logró Monsalve construir la unidad de las diferencias? No tengo la menor idea. Lo único que sé es que ese logro no (sólo) es cuestión de técnica.
¿O es ese logro un asunto derivado de la simple observación cotidiana? Voy a poner un ejemplo: suele suceder que  de pronto nos encontramos con alguien que hemos conocido siendo muy jóvenes. Al comienzo nos cuesta reconocernos. Si seguimos conversando, al cabo de un rato, los rostros serán más familiares. Si nos ponemos a charlar en torno de una botella, vemos de pronto en el rostro ajado del prójimo la juventud radiante que una vez tuvo. Ese es el momento de la transfiguración.
Tal vez hay que recordar que según nos cuentan los cuatro evangelistas, cuando Jesús resucitó no fue reconocido por ninguno. Evidentemente; Jesús reapareció en condición transfigurada. Ya no era de este mundo pero todavía no era del otro. Era un intermedio, como cada uno de nosotros lo es. ¿Quiero decir entonces que todos somos unos resucitados? No, quiere decir simplemente que todos somos seres en transfiguración.
En el universo sin fin de la eternidad donde la mortalidad de nuestra vida equivale a la partícula de un segundo, no tenemos otra posibilidad de existencia que la transfiguración. Eso somos, simples transiciones de colores que se desplazan de un lugar a otro. La transfiguración es parte de la condición humana.
¿Y el Niño?
El Niño es un niño y a la vez no lo es.
Ese Niño Jesús no tiene nada que ver con el querubín gordo y rosado a que nos mal-acostumbraron tantos pintores. Más aún: si uno lo mira con atención, lo vemos de pronto como un anciano. Sus ojos no son, definitivamente, ojos de niño. No sé si es terror o simplemente preocupación lo que en el rostro del niño asoma. Porque en ese cuerpo indefenso vive también su futuro, su muerte y su resurrección a la vez. Es el Jesús que nace, el Cristo viviente y el Mesías que ha vuelto, todo eso en el cuerpo de un niño que mira sin asombro la luz que desde lejos desciende hacia la tierra la que saliendo de su boca se convertirá en la palabra de la revelación.
No sé si alguien ha tenido la fuerza herética de Monsalve para pintar al Niño de un modo tan despiadado como él lo hizo, pero convengamos, lo que intranquiliza en ese Niño es que el ya sabe, o parece saber, toda la verdad del mundo. Me refiero tanto a la verdad que viene como a la que ya sucedió. La segunda, la que sucedió, es sin duda la historia de nuestra pre-historia, tanto de la individual como de la colectiva.
En los animales, los monstruos y las figuras diabólicas vemos de pronto el mundo atormentado de el Bosco. Sin embargo, esta vez no causan ningún miedo como en el Bosco. Es así evidente que el mundo del Bosco en la Virgen de Monsalve es sólo un simple momento, un pasado ya superado por el ascenso (por el ascenso, no por la evolución) de la historia hacia el espíritu representado por María y el Niño.

Lo que aterroriza en el Bosco es que el suyo aparece como un mundo en sí; uno que emerge librado a su suerte y que no tiene más destino que el Apocalipsis de la humanidad completa. En cambio, en la virgen de Monsalve, comprobamos que lo que vio el Bosco no fue un Apocalipsis sino un momento pre-formativo en el curso de nuestra historia. Ese mundo tiene un destino, o mejor dicho, un sentido: su ascenso hacia la divinidad, que es la vida eterna. Por lo tanto, en Monsalve se trata de un mundo- para emplear de nuevo la expresión freudiana –sobredeterminado por su futuro ¿Cómo ocurre esa sobredetermianción?
Monsalve la representa así: el manto de la Virgen y los velos del Niño descienden hasta los propios nacientes momentos de la humanidad, más abajo aún, hacia ese azul donde el agua y el cielo es lo mismo, el origen  de todas las cosas, origen que asciende como azul hasta situarse por sobre la Virgen y el Niño. Luego, el manto de la Virgen y los velos del Niño no sólo sobredeterminan el pasado de la humanidad. Además, lo protegen. Y eso es lo mismo que decir: lo aman. Al llegar a ese punto, el pintor encuentra lo que ya sabía. Justo en medio de esa última franja que viene desde la nada hacia la vida toda, Monsalve escribe con palabras trémulas:
“Siento, quiero, reconozco, sé”
 

¿Y dónde está el momento del pensar? Me pregunté yo, racionalista contumaz. Mas, al intentar responder a la pregunta me di cuenta de algo: el pensamiento no es más ni menos que la condensación indeterminada de esas cuatro instancias, la del sentir, la del reconocer, la del querer y la del saber. Por supuesto, esa es una tesis. Pero hoy no voy a intentar demostrarla.

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Osvaldo Monsalve

    Fernando Mires